Renata se esconde, como siempre, detrás de una gran sonrisa. A su lado Juan, tan serio que se le sale el amor por las orejas. Pedrín, aunque ya tiene más de treinta y no es ningún cuñado, le pone cuernos a la tía Felisa, que pone cara de pasárselo bien pero se retuerce las manos de aburrimiento. Los niños se mueven, quedarán turbios y casi sin rostro ni manos. Tiene que ser así, es porque están un momento y al siguiente ya son otros, no como los adultos, que de puro vivir se acartonan en un mismo rostro por años.

Suena un clic y la abuela, con sus dientes de mentira y su pelo azul, ya es eterna en sus noventa.

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