Camino hacia mi asiento por inercia, mi cuerpo actúa pero mi mente no está presente. Sentado comienzo a sentir ese abrazo de despedida, una fusión acalorada de sentimiento, esas manos en mi lumbar pidiéndome a base de ligeros pellizcos que no me vaya. Un suspiro que llena mis pulmones, y vacía mi corazón. No puedo evitar observar por la ventana, y de pronto notar el suave tacto de una minúscula lágrima, recorriendo milímetro a milímetro mi rostro hasta desembocar en caída libre en la tela de mi pantalón. 

Mi mente recrea como si de fotogramas se tratase, todos los recuerdos vividos hasta el momento. Ese helado de gusto dulce, con los pies enterrados a la brasa en la arena, mientras una fresca brisa marina me obliga a esbozar una sonrisa. Esos días y días jugando sin descanso, llegando a casa con barro hasta debajo de los párpados. Sin preocupaciones, únicamente siendo tú mismo. 

Echar de menos es un «Don» y una desgracia, tienes el privilegio de tener a quién echar en falta, momentos para recordar pero también el sufrimiento de no poder estar a su lado, de no volver a vivir ese instante. Con lo cuál, tenemos presente una paradoja un tanto agridulce.

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