Mi madre se llamaba Irma, pero le decían Mona.

Mi madre era como un dulce, saben, de esos que se cocinan despacio y con amor, que hasta el más renuente a comer postre, lo comía.

Mi madre era néctar, el más exquisito, era una mujer buena, atenta, amable.

Mi madre era prudente, fuerte. Nos educo en el arte y se lo agradezco.

Y aunque parezca raro, yo también soy niña de Mona, tal vez sea alguna variación de o la excepción de la regla, quizá sea igual y me sienta tan diferente. Pero en realidad soy niña de Mona. Es padre serlo. Sobre protegida, idealizando al mundo que a fuerza tiene que ser rosa, malgastando la risa y alimentando el llanto en el intento de pintarlo, pero en fin, ser niña de Mona tiene sus ventajas. Soy sensible, valoro y aún creo en la familia aunque parezca el lema del comercial; tengo tantos sueños que los puedo gestar, prestar, regalar. Las manos me sirven bastante cuando las sintonizo al corazón y si la mente me ayuda, puedo ser genial, pero digamos que es situación un tanto ideal. A lo mejor muchas, sin ser niñas de Mona, son un tanto como yo; puede ser. Tal vez haya muchas madres como la mía y muchas niñas como nosotras. Ya me suena a frase publicitaria, eso de las niñas de Mona siempre juntas, y dejando a un lado lo que tanto me choca, – tal vez a fuerza de oírlo -, tiene un trasfondo feliz, siempre juntas, liadas, no de las manos sino del corazón. Así se sufre, se goza, se comparte, gracias al minucioso trabajo de mi madre, ir entretejiendo vidas armónicas, completas, que tienen sus bemoles, pero a pesar de todo, juntas, unidas, más que por obligación, por devoción, – por no decir gusto -. Me encanta ser una niña de Mona, aunque por contrahecha, a veces la niego y choteo, pero yo también soy de la serie, solo hay cuatro, yo la segunda variante. Tal vez me falten los ojos claros y la blancura de piel, pero la esencia, esa, creo que la heredé muy bien.

Siempre vuelvo a mi madre, el dulce perfecto, el néctar fabricado pacientemente, que un sábado la virgen se llevó a su lado, pero no hay un ángel cuidándome en el cielo, está aquí a mi lado siempre, en el sillón de la sala donde rezaba con devoción, en la sopa de fideos con carne, en las palabras de Reynosa que se me salen sin querer. Mi madre está en cada luna, en cada estrella, en el vaso de agua que me tomo, en el rosario que rezo, en la Iglesia a la que le encantaba ir. Esta cuando me estremece la obra de arte, las canciones, las películas antiguas que disfrutaba. Cuando escucho «piensa en mí», ella está a mi lado.

1938 – 2013


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