Sí, ese soy yo. Tenía veinticinco años y María veinte. La conocí mientras ella viajaba para atender los negocios de su madre en la costa ecuatoriana y yo era asistente de ruta en un bus de transporte interprovincial. Sí, aquella noche ella estaba radiante escondía cierto desapego por lo convencional sin dejar de ser respetuosa de las tradiciones. Tres años después y con varios encuentros de viaje de por medio, nos casamos y pronto nacería nuestra primera hija.

Sí, ese era yo. Joven, vivaz, aventurero y obsesionado con la ciudad de Quito. Decidimos que nuestra residencia sería aquí, una urbe que en los setenta empezaba a destellar por sí sola, sus calles empedradas, sus iglesias barrocas, sus parques y plazas casi perfectas; encajando en la cultural urbe con diseño de ajedrez. Sí, mi ciudad la tenía en la palma de mi mano porque mi iniciático viaje por los escondrijos y misterios de ésta, me acompañarían por largos años detrás del volante como taxista nocturno.

Entre rencores, dudas, injusticias y escarmientos, acepté volver a éste lugar; María se convirtió en mi mundo, yo ausente de amor y perdón solo buscaba redención. Ella mi familia, mi justiciera, mi todo, mi mundo. A pesar de llevar sobre mis hombros la sombra del sufrimiento, el peso de los valores de familia y el conocimiento por lo vivido eran suficientes para dejar un legado a mis hijos (que serían cuatro), la fortuna que poseía estaba en cada ruta de viaje por esta ciudad, volví. ¿Qué es lo que no sabía María?

No, ya no soy aquel. Turnos nocturnos, horas de insomnio, obligaciones laborales, salidas familiares, ausencia de piel, rutina, apegos innecesarios, dudas, sospechas, y sí; una familia a punto de partirse en dos. María se alejaba en silencio, desterrándome por la rutina o quizás por el hastío. El tedio nos dejó exhaustos, la relación después de su madurez, empezó a empobrecerse sin perdón ni lástima. El final me llegó, María más altiva que antes disolvió este contrato. Sí, todo terminó, concluyó, y fenecí de nuevo. Un viaje exigido de ida sin vuelta.

No, no volví a ser el mismo. Intenté ocultar mis debilidades frente a María y mis hijos, más el pasado arremetió despiadado. Las imágenes me daban vuelta, las copas de licor mitigaban, luego escocían, finalmente aniquilaron mi nueva vida. Ahora era tiempo de verdades, escarmientos tardíos, arrepentimientos inútiles, botellas de licor mancillándome.

Solo tenía diecisiete cuando Juana, mi madre, había fallecido, no por la edad; fue por culpa de ese que decía ser mi padre. Pero sé que lo que la mató fue mi ausencia, cuando fugué y no la perdoné por haberme impuesto un desconocido como padre, quien me arrancó más de un sueño infantil, haciéndome trizas. No, no lo soporté, me embriagué hasta perder la razón. Desperté de un coma etílico, después de tres días en la habitación de un hospital cercano a casa. Sin compañía, sin hermanos, sin amigos, sólo y sin Juana. Aún recuerdo al galeno decir: “…gracias a tu juventud sobreviviste, una copa más y mueres…”. Una enfermera de punto en blanco me extendía una bandeja: dieta ligera. Así es, María desconocía el génesis de mi sombra de sufrimiento y mi adicción.

Cada noche y madrugada recorriendo las calles de Quito, cada esquina, cantina, taberna, colega del volante; me regalaba una copa más, una botella y otra más. Intenté ocultarlo de varias maneras, no ya no fue suficiente, y sí así fue como se destruyó lo único cierto: mi familia. Más entre la sobriedad y la línea del delirius, encuentro a mi hija con quién recorremos las calles para dejarle mi fortuna adquirida por largas noches de rutas nocturnas de ésta urbe con diseño de ajedrez. ¡Jaque!

No, ya no soy Matías. Soy alguien más que recorre las calles ajetreadas de un Quito somnoliento. No, nunca seré ese. Busco mi redención, y allí está mi hija la que me extiende la mano para tomar mi legado de vida, de familia, porque sin verdad no hay legado sin legado no hay familia.

(Matías y María, Quito 1974).

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