Una repentina brisa inundó la pequeña habitación; aromas florales mezclados con un agradable dulzor a melocotón se esparcieron por la estancia.

—Hola, abuelo —susurró—. Despierta —añadió mientras le acariciaba la espalda.

El viejo alargó la mano y palpó la vetusta madera de la mesita de noche en busca de sus anteojos.

—Hola, pequeña —musitó alegre—. ¿Cómo has entrado?

—Por la ventana, como siempre. —La joven abrazó al emocionado hombre y se acomodó junto a él.

El anciano encendió una pequeña lámpara a la par que se incorporaba.

—No hagas ruido, podrías despertar a mi compañero.

—Eso sería un milagro, ¿cómo está?, ¿sigue sumido en su eterno sueño?

—Sí, pequeña, sigue igual. Aunque ahora parece mucho más decrépito, envejece rápido, o eso me parece. Bueno, ¿qué te trae por aquí, jovenzuela? Como se entere tu madre te va a reñir.

—No te preocupes, nada podrá impedir que venga a visitarte. —La mirada de la niña se perdió en los lacrimosos ojos de su abuelo.

—Siento no haber podido asistir a tu estreno, mi salud y mis piernas ya no son lo que eran. ¿Qué tal? ¿cómo fue todo?

—Fantástico, abuelo, maravilloso: las luces, el gentío, los aplausos. Los nervios me comían por dentro, pero al final, todo salió bien, nadie se percató del engaño. Incluso mamá lloró de alegría. —Hizo una ligera pausa y sacó un viejo álbum de fotos de su bolso. —Abuelo, mira lo que he encontrado.

El anciano tomó el antiguo libro donde instantáneas en blanco y negro y recortes de periódicos le transportaron a su anhelada vida en el circo.

—¿Dónde lo has encontrado? Le perdí el rastro hace tiempo.

—Mamá lo tenía escondido en un arcón de la caravana. —Acercó su boca al oído de su abuelo—. Creo que hay fotos de mi padre —susurró.

Rebuscó entre las hojas y se detuvo al observar las fotos de los payasos.

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—Este es, el que tiene la cara blanca.

—¡Abuelo! Todos la tienen.

—Miiira. —Señaló con el dedo a un joven vestido de negro. Estaba sentado, con una sonrisa forzada por la pintura, mientras el resto de payasos se afanaban en maquillarse. —Alberto Moraga, así se llamaba. Buen payaso. No paraba de hacernos reír y gastarnos bromas. Y no dejaba de mirar a tu madre. Se ensimismaba al verla surcar por los aires, parecía abstraerse, olvidar todo cuanto le rodeaba. Él sabía que su amor no podía ser, pero… —Pasó un par de hojas.

»Y éste de aquí, éste es Mario Sousa, trapecista, un Ala Dorada, como tú ahora y como lo fue tu madre en otro tiempo. Todos sabíamos que estaba loco por ella. Era muy celoso, y no soportaba a Alberto, pero estaba tranquilo; los payasos y los Alas Doradas no debían intimar, eso era así. Pero el amor todo lo puede, o eso dicen. Ay, qué tiempos.

La chiquilla pasó más hojas hasta que su abuelo la detuvo.

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—Mira, observa a tu madre. Qué joven. —Acarició la foto con su mano intentando sentir la suavidad de aquella piel impresa en papel—. Fíjate bien. Te miro a ti, y la veo a ella. ¡Qué guapa estaba con sus alas!

—¿Por qué mamá se quitó las alas? ¿Por qué no quiso continuar en el trapecio?

—¿Nunca nadie te ha hablado de lo que ocurrió?

—No. Siempre me dicen: «Cuando seas mayor, hablaremos», pero nada, nadie me cuenta nada, solo rumores de los que no sé si debo creer.

—Pues yo creo que ya es hora, ¿no? Ya tienes dieciséis años, si no me equivoco. —El viejo cerró el álbum—. Seré breve.

Cogió el vaso de agua que acostumbraba a dejar sobre la mesa y dio un largo trago.

—Escucha, pequeña. Primero quiero que entiendas algo. El circo es, a su vez, un pequeño mundo y una gran familia. Y como en todas las familias, siempre hay pequeños secretos, grandes mentiras y problemas de fácil o difícil solución, depende del caso. —Suspiró—. Tu padre y tu madre pertenecían a clases distintas bajo la carpa.

—Pero abuelo, mi…

—Tú deberás guardar el gran secreto de los Alas Doradas —interrumpió a la pequeña—. Nadie debe conocerlo. Pero tu madre lo mostró, y se enamoró de un simple payaso. ¡Imagínate! Fue un gran disgusto en aquella época.

—Pero abuelo, mi…

—Espera, déjame terminar —interrumpió de nuevo—. ¿Por dónde iba? Sí, eso, lo de tu padre. —Se ajustó las gafas con el dedo índice—. Tu padre tuvo que abandonar el circo, fue en esta ciudad donde lo dejamos y no supimos nada más de él. En cuanto a Mario, montó en cólera al enterarse del embarazo de tu madre, se puso hecho un animal. No pudo soportar que tu madre… en fin, una tragedia.

—Pero mi…

—Sí, sí. Lo de tu madre. La situación la sobrepasó. Primero perdió a tu padre, verlo marchar fue muy duro, ella lo amaba, estoy seguro. Y la muerte de Mario, su compañero en las alturas, fue otro golpe. Se prometió que solo se ocuparía de ti, abandonó el trapecio y se cortó las alas.

—Sobre mi padre, ¿crees…

—Te hubiese gustado, era un gran tipo y hubiera sido un gran padre.

—Gracias, abuelo. —Se abrazó y besó al anciano—. Gracias por contarme la historia que nadie se atrevía a revelarme. Ahora, tengo que irme, mamá estará buscándome.

La muchacha se acercó a la ventana y se subió al alféizar. Allí, en cuclillas, lanzó un beso, desplegó sus alas doradas y saltó; su abuelo se quedó observando su vuelo hasta que desapareció tras la arboleda.

—El Gran Arturo. —Una ronca y apagada voz se escuchó en la habitación.

—Perdone, ¿cómo sabe mi nombre? —Era la primera vez que escuchaba a su compañero de habitación.

—Creo que su historia ha despertado mi corazón. Saber que su nieta ha sacado las alas de su madre y no la maldición de su padre.

—¿Lo conoció?, ¿conoció a Alberto?

—Hay algo que debería saber: los payasos envejecemos cuando la tristeza nos invade.

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