Entre tantas personas, me tuvo que pasar a mí; pero como dice el refrán: al mal tiempo, buena cara. Tuve un accidente a los dos años; según mi madre, trepé por el barandal de la cuna queriendo escapar. Siempre fui muy inquieto. Ella salió un momento y, cuando entraba por la puerta de la habitación, se abalanzó hacia mí, pero no alcanzó a detenerme. Caí al suelo completamente de cabeza. Después de eso, me cuenta, todo fue un caos: llamar a emergencias, el hospital, la operación… tuve traumatismo craneoencefálico en el hemisferio cerebral izquierdo y como consecuencia, una afasia global. Pobrecilla, siempre se ha sentido culpable, aunque yo no lo veo así, son cosas que pasan, hasta pienso que corrí con un poco de suerte, pudo haber sido peor.

Empezaba a articular mis primeras palabras, pero desde el accidente ya no emití ninguna. El daño fue irreversible, aunque estuve en muchos tratamientos y terapias ya no se pudo hacer nada.

Fui creciendo, vivía como dentro de un globo, inflado, muy inflado, etéreo. A veces jugaba con ese globo imaginario a que tenía distintas tonalidades. Unas veces era azul, otras rojo, otras morado y todo alrededor mío se volvía de ese color: los árboles, los juegos del patio de recreo, los útiles, los maestros, los pupitres… Veía a los otros niños tan lejanos, pero en realidad no me sentía triste. Me gustaba mi soledad; mi mente hacía juegos verdaderamente divertidos. Un mundo onírico lleno de imágenes y sensaciones fantásticas: el chocar los cubiertos con el vaso de cristal a la hora de la cena, las vibraciones que emitía eran inefables para mí; lo hacía
una y otra vez hasta que mi madre con un golpeteo en la mesa, me regresaba a la
realidad y continuaba devorando mi cereal.

Observar los insectos en el jardín trasero de mi casa; Las hormigas eran fabulosas; tomaba una entre mis manos y mientras ella caminaba sentía sus pequeñas patitas haciéndome cosquillas en las palmas, por supuesto que después la dejaba en el mismo camino de donde la había tomado; el seguir con bastante sigilo el vuelo espasmódico de una abeja flor tras flor, las bandadas de pájaros que, exactamente a las 7 de la tarde pasaban por encima de mi jardín para irse a refugiar en sus nidos; la luminiscencia que transmitían las luciérnagas al caer la noche y observar sus movimientos, los cuales formaban figuras líricas brillantes; pero a las que más admiraba eran las mantis religiosas, tan elegantes con sus cabecitas estiradas, me volteaban a ver con esos ojos de visión tridimensional, me observaban fijamente, sus patitas delanteras dobladas como en un ángulo de treinta grados y que poco a poco se iban abriendo hasta formar casi uno recto, querían alcanzar mi nariz. O el simple hecho de tirarme sobre un montón de hojas secas y revolcarme en ellas me hacía muy feliz. Inigualable sensación del petricor, el olor de la tierra cuando recién llovía y por supuesto el salir a mojarme cuando esto pasaba sin paraguas, ni botas de lluvia ni impermeable: descalzo, así me gustaba disfrutar los charcos que se formaban con ella, ese lodo resbaladizo que se introducía por entre los dedos de mis pies. El viento helado que me hacía tiritar y el baño de tina caliente que me esperaba al entrar a casa. Esa percepción de los colores, formas, olores, cosquilleos, imágenes, eran parte de mi mundo personal.

Más o menos por ese tiempo descubrí el lenguaje de señas. Me llevaron a un lugar a que pudiera aprenderlo y practicarlo. Recuerdo cuando pude mostrar mis primeras palabras, era todo un baile con mis manos; a mi mamá le dio mucha alegría, ahora podía comunicarme con los demás, pero con el tiempo descubrí que no me era indispensable; mi mundo interior era tan vasto…

De mayor me di cuenta que fue necesario, sin ese lenguaje tan maravilloso, teatral y poético, no hubiera logrado mi sueño. Ahora soy entomólogo, estudié en la
universidad de Colombia a pesar de mi limitación, la cual nunca vi así; esta
“limitación” me permitió descubrir un mundo pequeño y tan grande a la vez, ese
cosmos que me acogió en mis días de infancia y soledad, sintiéndome parte de su
hábitat. Ese universo tan magnífico que nos muestra lo maravillosos que podemos
ser, por pequeños que parezcamos.

Grisell Color

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