Retales de vida

I

La alarma, siempre la alarma.
Un desayuno de odio y café.
Incansables voceros perforadores de cerebros.
Ponme un poco más de café con odio.
Una sonrisa, por amor de dios.
Cómo le quiero y cómo se enfadó ayer.
Composición de rostro, descomposición de alma.
El móvil.
Carita sonriente, mano saludadora y corazón palpitante.
Menos mal, no hay enfado.
Las mariposas, donde deben estar: retozando en mi estómago.
Descontroladas.
Pues ahora me pinto los labios.
Llego tarde, no me cabe duda.

Esta tarde a las seis. A las seis.
Hormiguitas paseando por mi cuerpo.
Corazoncitos en el sello de mi jefe.
Mis pies jugando solos,
haciéndome bailar por los pasillos.
Hasta las seis a morir del recuerdo.
Me duelen las costillas de aspirarme su olor entre mis manos.
Si aún quedara.
El móvil.

La mirada del jefe a través del cristal.
Se revuelve en su asiento.
Prohibidas las llamadas si no son por trabajo.
Enseña sus dos manos, esconde cuatro dedos.
Su sonrisa me hiere.
Hienas, puñal de hielo.
El amor con horario.

II

O sea, que era esto.

Era el hilo que nos une
finísimo e invisible,
sujeto en microscópico pellizco
a lo más hondo.

Era este deseo omnipresente
de desplegar las alas protectoras
y enseguida agarrármelas con fuerza
porque tú has de ser tú.

Era mirarte a los ojos
y soñar que tú me entiendes
y soñar que yo te entiendo
más allá de las palabras.

Era dejarte volar
mientras mi mano aletea,
paloma huidiza con el corazón temblando,
en un saludo confiado y lleno de miedo
que acompaña tus risas.

Era verte sumergida en el sueño,
profundamente,
velando yo, mis brazos abiertos,
por si un león imaginado y terrible
ruge de pronto en tu noche.

Era esponjar el corazón y la carne
hasta hacerlos un cálido algodón
donde repose
tu cuerpecito dormido.

Era la dulce tristeza
de saber que te he de fallar un día.

III

Ya no veré llegar la primavera,
no acercaré a mi cara las flores delicadas del cerezo,
su dulce, denso aroma.
No alegrarán mis oídos las canciones secretas de los pájaros.
No volveré a palmear la cabeza grandota de mi perro guardián,
mi querido perro guardián que no ha podido ayudarme.
No se esparcirá en mi boca el delicioso estallido de las fresas mordidas por mis dientes,
esos que ahora me faltan.
No volveré a sentir la vida renacida con el alba.
No volveré a sentir.
Aunque quizá pudiera llegar poco a poco hasta el jardín,
quizá pudiera esforzarme
y entreabrir la puerta
y percibir el fresco olor de la hierba húmeda llenando mis pulmones.
Pero estoy tan cansada.
Además dejaría un triste rastro,
como esos animales atropellados que se arrastran moribundos por el asfalto
buscando un refugio imposible.
No,
mi hija entrará como siempre por la puerta de atrás
y pudiera llegar a sentir miedo
o asco de su madre.
No,
eso no lo soportaría,
mejor me quedo aquí, acurrucada.
Hace tanto frío ahora.
Y ese hombre.
Lo veo pasar dando vueltas a mi alrededor,
extendiendo en cada pisada la savia roja de mi cuerpo,
la savia que ya no volverá a marcar el ritmo de la vida.
Ese hombre.
Que trate de limpiar el lodazal de mi sangre pisoteada,
aunque deje por olvido o por desidia alguna mancha pequeña,
algún vestigio de mí entre las ranuras del suelo.
Que me cubra al menos con algo,
que me lave como sea las heridas,
que me coloque los miembros desencajados,
que me lleve hasta la cama y le mienta a su hija,
que le diga que duermo.

Que me cierre los ojos.

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