Y los huesos
resonaban
cómo puertas sin cerrar
y paredes vacías,
recordando el camino
de tus pasos
de tacón de aguja
y carmín rojo,
sin piedad ni vergüenza
por atravesar grietas
qué una vez fueron
selladas
con dolor y gloria,
con sonrisas y lágrimas
o cualquier obra
de arte
qué se atreviese a embellecer
cualquiera de mis arterias.
Supongo que estaba
equivocada
por pensar que clavar
estacas en el cielo
me haría reescribir las estrellas,
qué quizá romperme la mano
arrancando hojas
de libros hechos de
limón y sal
me harían zurda y temblorosa;
las palabras temerían la noche
y mi pulso disconforme
para saciar los deseos
de poetas y dioses que nunca fueron
y solo se ven a través
de versos sin pulso.
Los violines alcanzarían
sus notas más afligidas,
danzando en nuestros cuerpos
tullidos y golpeados
por la marea de los días,
sin opción de escapar,
como rehenes de una Luna
qué nunca descansa.
Supongo que soy descarada
e ingenua
por pensar que podría volver
a las tardes donde el horizonte
se nubla y solo es una línea
difusa
entre nuestro pasado
y un futuro sin sinopsis.
Los océanos llorados
y los vasos de whisky
desenfrenados,
los cigarrillos sin encender
y las horas sin revelar,
mis ojos se ciegan
ante una realidad vaga
qué no quiere ser
admirada.
Ignorante,
le he rezado al dios
equivocado.
Puede que sea
culpa de Almodóvar,
fue él quién lo dijo:
cuando sufro
varios dolores creo en Dios
y cuando sufro de uno,
soy ateo.
Y tú eres un dolor tan
confuso y variado
que resulta único
y ni goza de nombre.

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