Rosalía y Matilde

Rosalía y Matilde

Sixto GS

28/12/2017

La que fue la nueva zona de moda, el lugar donde viven los gais de media Galicia y la marcha es más divertida, hace no tanto era una esquina. Había barro y escaleras en Rosalía de Castro. Esta calle, que hoy presume de moderna, era el patio de atrás de la zona noble de Vigo, El Arenal, y de sus oficinas, García Barbón. Tan amplio era el patio que la calle Rosalía no existía apenas cuando yo era un chaval. La recuerdo llena de casuchas, de silvas, de órdenes. «Por ahí no te metas», me decía mi madre cuando quedábamos en La Alameda para esperar a que mi padre saliera. Aún me pregunto por dónde pensaría que iba. Menuda vuelta. El atajo era bueno y es ante este tipo de circunstancias que uno aprende a desobedecer.

Cuando una ciudad crece de golpe se va primero a la nata y se deja el bizcocho por aburrido. Lo particular del sector de la construcción es que cuando la nata se acaba, el bizcocho pasa a ser nata. Sabrán esos carallos. Midas, un matao. La ciudad de más rápido crecimiento de Europa, nos repetían. Va a ser que fue verdad y por eso la dejaron a medio hacer hasta la transmutación.

Hoy ha llovido a gusto en Vigo. Podría parecer una vuelta a la normalidad si es que eso alguna vez ha sido. Yo estaba en Rosalía de Castro, pero no en una terracita de festivo como la mayoría; pasaba por allí en coche por cosas del trabajo —Midas a mi lado, un matao— y parado en un semáforo, observé una bandada de palomas volar como si fuesen estorninos.

Tuve una novia de Orense cuando estudiaba. Ahora se dice Ourense. A mí me da igual. Matilde era de Celanova para ser precisos si es que importara la precisión. Llevábamos un tiempo saliendo y acabé por ir de visita a su casa del pueblo. Allí me enseñó la nave en la que había cien mil pollitos de color oro como quien me mostrara el futuro y, a la vuelta, no duramos mucho más. A ella le gustaba Camela, hecho que a mí me divertía enormemente porque entonaba sus canciones bastante bien. Era capaz de mantener aquella voz aguda con mucho salero. Yo, cuando hacía estas cosas de cantar o de enseñarme pollos, la veía y pensaba que lo mío era como cumplir con el mito de tirarse a una japonesa, pero sin moverse de casa.

Ella vivía con una compañera de Verín en un piso de Pizarro en la época en la que la otra acera de la calle estaba a monte, antes del Mercadona. Por aquel entonces, yo tenía la obligación de volver a casa antes de que el despertador de mis padres sonara para que ellos pudieran quedarse tranquilos habiendo cumplido con su parte de facilitarme techo y mantel. Cada vez que salía me despedía diciendo «vuelvo pronto», por lo que tenía que ser capaz de contestar «no tan tarde» sin sonrojarme demasiado al ser interrogado por mi hora de llegada. Los gallegos tenemos fama de imprecisos y a la gente se le hace curioso. Yo lo veo como un mentir despacio. No deja de ser una muestra de respeto darle tiempo al otro para que se haga a la idea de que no va a obtener la respuesta directa que buscaba. Por aquellos amaneceres andando hacia mí casa sé lo que es oír chillar a una verdadera bandada de estorninos. De las de miles de ellos, invisibles, refugiados en la vegetación de los solares por recalificar, piando como locos celebrando el milagro de un nuevo sol que asoma.

Matilde era bajita. Ella se me metía debajo del sobaco cuando caminábamos apretujados hacia su piso. En nuestra relación yo sólo tenía que poner los condones y las ganas. Si coincidía a la hora adecuada —cuando el sol se hace naranja—, nos parábamos a ver a los estorninos jugar con su nube antes de entrar en el número ciento trece. A mí me sentaba muy bien rebajar la ansiedad ante la certeza del sexo que tendríamos. Aún no había practicado lo bastante como para no llegar sobreexcitado a su habitación queriendo arrancar ropa. Algún día se me pasará. Ella, que era mujer, lo sabía. Nos maravillábamos juntos y me contaba sus sueños. Yo llevaba bastante bien el receso, pero en cuanto me preguntaba a mí, contestaba que sí, o cualquier cosa, y me volvía a entrar la prisa por ir a su casa.

Las palomas del semáforo volaban en formación. Iban hacia allá y de repente, supongo que siguiendo un aire de la lluvia, aceleraban para volver a frenar un par de segundos más tarde consiguiendo así el efecto de que el conjunto orbitara. No eran miles, serían unas cincuenta. Yo estoy acostumbrado a las palomas diabéticas que intentan afanarme la bica de cortesía que viene con el cortado. Ni siquiera se las oye arrullar. Hoy ha vuelto a llover y a las palomas, henchidas de instinto, les ha dado por creerse que eran normales. Han volado como nunca se lo había visto hacer, se han sentido aves de nuevo.

Juzgando objetivamente, lo visto fue una demostración bastante lamentable. No hay color con los estorninos.

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