El bazar chino «Casa Lui» sonríe al nuevo día. No sabe que afuera la Navidad despierta, bosteza, estira sus brazos fríos sobre el asfalto.

Mientras cae, la mesilla de madera de pino culpa a la fecha de este aire raro que la envuelve, tontorrón, pegajoso, respirado tan dentro de la gente.
Está cayendo al vacío y piensa en eso, pero también piensa mucho en el suelo, en que estará helado y cortante como el filo del hacha.

Desde la otra acera, las mamparas del cine abandonado miran resignadas. El sol tropieza en un cristal y salpica su luz. Así que la mesilla cierra su ojo y, porque es el día que es, o porque está cayendo y el asunto con el suelo parece definitivo, un poco por todo recuerda su llegada al local cuando aún era «Muebles Pérez».


Y revive el miedo de su primera semana en el escaparate. Nevaba, nevaba despacio detrás del cristal gordo y limpio. Ella estaba tan asustada que hasta bien entrada la segunda semana no se atrevió a mirar por el tirador del cajón, que usa como único ojo. Así conoció a la mesilla de las patas bonitas, que tenía unas piernas curvas preciosas, y no como las suyas, rectas. Pero qué guapa estaba en el centro, debajo del árbol, con la estrella de Oriente brillando en su punta. Ella la observaba desde el rincón, oculta detrás de la cortina, sosteniendo la bandeja con los polvorones de oferta, y llena de miedo a la gente con las manos manchadas de invierno.

Cuanto más la miraba, más pulida la veía: se enamoró hasta la última astilla. Tanto, que pasó la tercera semana, y aún la cuarta, creyéndola inalcanzable. A ratos imaginando que acabarían juntas, qué diablos, a ambos lados de una cama. Todo esto durante el día, que por las noches olvidaba su educación de colegio de madera barnizada, y soñaba que ella tenía la llave que falta en la pequeña cerradura que es su boca.

La quinta y la sexta semana se le fueron en un sin vivir, a un tris de desfallecer y declararse. No hubo tiempo: antes de terminar la séptima, unos novios la eligieron para la habitación de invitados. Mientras la subían al ático (para ellos lo era), que recién rentaban en el mismo bloque, la mesilla se desesperó por llamar la atención: abriendo su único cajón de un golpe, rechinando todos sus tornillos, resbalando de las manos sudadas del novio hasta acabar golpeada en el suelo. Esa esquina aún duele los días de lluvia.

Pasaron los años por décadas, apiñándose como escamas a la espalda de las familias que habitaron el piso. Primero los Robles, luego los Ventura, y por último los Gutiérrez, que con la falta de la difunta Carmencita le acaban de dejar a solas, y un poco temerosa, con su hijo Luisito. Y no es que el muchacho sea malo con ella, que no hasta hoy, pero siempre se comportó como pánfilo y mal encarado.

Con ninguna familia perdió la ilusión por su amiga, nunca, ni siquiera el día que el locutorio sustituyó a la tienda de muebles. Con qué pesar entró Marcelino Ventura por la puerta: “¡Dónde vamos a llegar!”, eso dijo. Pero lo que de verdad dolía era toda la distancia que se abría. Dolía mucho más, donde iba a parar, que la noche aciaga en que lijaron sus bordes, o el sábado mismo que la clavaron a la pared con tal de no caer otra vez encima del pobre Luisito, por entonces gateando mal que bien, ya apuntando maneras de torpe y desgraciado.

Aquella desilusión fue una más, que entre otras se apagó. Para ello solía bastar con refugiarse en las rutinas del día, ya fuera sujetar algo, acompañar a la cama, o adornar si era viernes y tenía el guapo subido; y si no bastaba, prefería ocupar el tiempo inventando posibles reencuentros: que si una mudanza o una guerra, la llegada de otra familia tras un divorcio, que si una herencia o un mercadillo de muebles antiguos, por qué no un desahucio, un décimo agraciado o un anuncio en “wallapop”.

La desidia que arrastra estos días ella la achaca al nuevo invierno y a la mengua de esperanzas, pero también a la nostalgia del olor a puchero que Carmencita imprimía a la casa. La mujer murió en primavera, y la mesilla siente su pérdida cada vez que Luisito no abre la ventana para ponerse a fumar, y ya no suben los olores de la plaza, y ya no se inunda el cuarto de esa mezcla rara de marihuana, chopitos del bar de abajo, y polen de los olmos de la plaza si es que están en flor.

Con o sin nostalgias, con más o menos esperanzas, ella siempre con los pensamientos colgados de su amada. Por ejemplo, hace dos minutos la imagina secando su caoba al sol, cuando Luisito vuelve de cenar con sus cuñados, y de beber luego tanto en no sé dónde. El hombre entra al cuarto rebotando en el marco de la puerta, tropezando con su pata izquierda, tan recta. Cae al suelo, y en un santiamén la maldice, la arranca de la pared, la lanza por la ventana.


En la última vuelta en el aire se le sale el cajón, se siente desnuda. Abre el ojo, la ve en mitad de la calzada, inmóvil, preciosa. No puede creerlo, pero es ella, no hay duda. Con las mismas piernas curvas de siempre, desamparada, vulnerable, un reflejo en agua de su propia vida. Aún hay tiempo, se dice, y mira un instante al charco helado. Cierra el ojo, se sueña muy dentro de un bosque infinito.

Lo abre, y se hunde en un último pensamiento salvaje: “Que el camión que viene no quiera frenar, que se la lleve por delante. Y por fin juntas, de viaje al punto limpio… o no, mejor aún, al descampado de los yonkis. Las dos ardiendo en la misma lumbre”.

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