Contaba con cuatro años cuando su madre murió.

Tenía ocho años, cuando la calle comenzó a labrar su personalidad, su destino, su suerte, la suerte de muchos, que en años posteriores tendríamos mucho que ver con él.

Y es que aquel espacio urbano, que permite la circulación de personas, y vehículos, dando acceso a edificios y solares, y que se cruza con avenidas, autopistas, plazas, parques, caminos y largas noches, no podría ser maestra adecuada para aquel pequeño, que decidió que su vida se forjaría en las calles de la República de Venezuela, en aquel entonces muy diferente al país que hoy sufre y se desangra.

Muy pronto entendió que debía sobrevivir y luchar por su vida, si es que a su niñez, se le podría denominar vida, y por eso su existencia, se redujo a pasar los días, trabajando hasta desfallecer, fumando hasta enfermar, bebiendo hasta morir y «amando» hasta rabiar. Una triste estadía en el mundo, que nada le enseñó, una amarga experiencia, que nunca le preparó para entregar ninguna satisfacción.

Era un triste peón, a quien la vida nunca le devolvió nada, todo se lo cobró, todo se lo prestó, teniendo que retornarlo quizás con mucho dolor. Estoy segura de que su vida nunca significó nada, de que en innumerables momentos, intentó acabarla, dejar de vivirla, dejar de sufrirla…

La peor de las condenas que le siguió en todos sus caminos, fue la soledad, la amarga realidad de dormir en aceras, de no tener con que alimentarse, de no contar con una mano amiga que le brindara amor, y por eso, sé que no logró ser el hombre excepcional que alguna vez soñó.

Encontró el amor en una mujer mayor, que le enseñó a odiar aún más, cuando después de algún tiempo, se marchó con otro hombre y le dejó con tres niños, producto de esa unión, y sin saber como continuar en el camino.

Rápidamente, y sin perder tiempo entregó su vida a otro amor. Contaba con cuarenta años, cuatro décadas de sufrimiento intenso, que le hicieron duro y con rencor. No creía en nada, no creía en nadie; eso le dejó la vida, eso tenía para ofrecer, eso tenía para seguir…

Aquella niña, tan solo contaba con catorce años, venía de un hogar donde el maltrato era continuo, donde los abrazos y besos estaban prohibidos, donde el cariño no podía demostrarse, donde la educación fue selectiva, ofreciéndola solo a los hombres de la casa. Llegó a ayudarle con tres hijos ajenos, por un techo y un pedazo de pan, un pan amargo que tuvo que pasar con lágrimas y sufrimiento, después de que el individuo criado por las calles en Venezuela, abusara de ella, y la convirtiera en su celestina, en su amante, en su criada…

Existen razones muy difíciles de comprender, pero esa niña, abusada, maltratada y sola, decidió quedarse.

Los hijos se marcharon, pero ella se quedó.

Y la vida de ambos, hombre y niña, se tornó en un círculo donde el amor no existía, la traición era pan de cada día y la amabilidad se escapó por la ventana.

En aquel lugar de oscuros sentimientos, nacieron tres hijos más, dos niñas y un varón, que al parecer eligió no continuar una cadena de sufrimientos y decepción y falleció dos meses después. Una de las niñas, tenía una condición mental especial, y la otra, la pequeña, la más chica, hizo las veces de cenicienta, en aquel lugar.

No había mucho que ofrecer, un techo, una comida y un lugar donde dormir.

Al cabo de un tiempo, él murió, contaba con setenta y ocho años y solo ella, su esposa, lo lloró. Las hijas no sabían si era dolor o descanso lo que sintieron cuando él partió.

Desconozco si sus hijos anteriores, se fuereon llenos de dolor por sus abusos, o por sus maltratos, o por ambos; no sé si a aquellas otras niñas, también las convirtió en mujeres a la fuerza; solo sé que a la más pequeña, aquel padre que se crió en las calles, a quien los vicios le enseñaron a vivir, a sobrevivir, y a trabajar, solo procuró desgracias, llanto, dolor y desesperanza…

Esta niña siempre ha querido morir, pero por azares del destino, aun tiene que vivir…

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