Sueños sobre asfalto.

Sueños sobre asfalto.

Fernando Saénz

25/12/2017

Yo era tan solo un niño en aquél entonces, un pequeño varón que, justamente después de asistir a la escuela, cruzaba una puerta que daba a otro universo totalmente distinto al que habitaba día tras día. El sol yacía suavemente en el medio de aquél precioso firmamento azul, y las nubes desaparecían sin dejar rastro alguno como las estrellas fugaces en la noche más oscura, la calle totalmente vacía, sin vida e incluso inerte pronto sería observadora de un espectáculo tan hermoso, cálido, humano y puramente natural. Después de que los adultos -en su mayoría- estuvieran reposando el alimento obtenido en el almuerzo para pronto regresar a sus rutinarias vidas con problemas, todos los niños, niñas y animales salían a recorrer cada una de las piedras incrustadas en el asfalto, corriendo, saltando, jugando, gritando, riendo y cayéndose, cualquier persona que tuviera la pureza necesaria y el amor inocente con el que nacemos podría quedar cautivado al ver semejante espectáculo tan magnifico.Venezuela, 20 de mayo del año 2013, recién la crisis comenzaba a empeorar y la nación entraba en un sufrimiento que iba más allá de la imaginación de cualquiera. «El primer golpe siempre es el más fuerte» -dijo mi padre- poco después de que empezáramos a presenciar la inminente ruina de nuestro hermoso país. La tensión reinaba en el aire, la violencia se adueñaba de los corazones, la injusticia tomaba a los inocentes y la maldad vendó nuestros ojos, pocos eran y son los que vemos la luz, frágil, moribunda y débil, pero tan solo ser iluminados por ella nos devolvería nuestra libertad y humanismo, la situación era agobiante, los adultos cada vez más se adentraban en aquél agujero del cual no había vuelta atrás, pero sí, todos los venezolanos tarde o temprano, caímos en él.

No había escape, no había salida, era luchar o morir, nos dividimos y nos separamos, nosotros mismos creamos una barrera indestructible frente a nuestros ojos y solo nos dedicamos a pensar nada más que en nosotros mismos, esto nos arropó a todos. El amor se esfumó, las amistades se convirtieron en enemigos y los familiares en rivalidades, el dolor y la ira consumió a los hombres hasta el punto de convertirlos en animales inconscientes cegados por su propio odio y hambrientos de poder para su propio beneficio. Las mujeres se convirtieron en ágiles halcones, observadoras de todo y dispuestas a morir de hambre por sus pichones e incluso de asesinar para salvarlos, todos y cada uno se convirtieron en animales fieles a sus instintos, y lamentablemente eso incluía los más terribles, atroces y crueles instintos «humanos». Niños, niñas, adolescentes y miembros de la «nueva generación» quedamos atrapados en esta catástrofe, no había lugar para inocentes, débiles y verdaderos humanos con sentimientos puros. Nuestros padres nos convirtieron y reformaron (O al menos lo intentaron) en las mismas bestias que ellos eran, hubo resistencia, hubo lágrimas, hubo amor. Pero había que sobrevivir la catástrofe, y lo hicimos… Lo hicimos.

Pasó mucho tiempo y el camino que teníamos que recorrer no había mejorado en lo absoluto, después de tantos días pasados en el calendario, no éramos ni una débil sombra de lo que solíamos ser en antaño. Nos encontrábamos como personas irreconocibles. Simplemente no despertábamos de esta horrible pesadilla. La calle, nuestros hogares, el mundo y universo mismos estaban presenciando la verdadera crueldad y naturaleza de los seres humanos. Ya está, estábamos maldecidos, no había salida, solo continuar como lo habíamos hecho hasta ahora, si eso nos mantiene vivos es lo correcto pero a consecuencia de esto los días eran oscuros y todo rastro de calidez humana había desaparecido, el país estaba muerto y las personas estábamos muertas y divididas.

Todo lo que conocíamos se nos fue arrebatado, pero entonces, el amor siempre vence al odio, la luz siempre destruye la oscuridad y la esperanza se mantiene fiel hasta ganar la incansable lucha. Y salimos de las sombras, pusimos nuestros pies en la calle, volvimos a contemplar aquél sol que yacía en el medio de ese hermoso firmamento azul, nos iluminamos y despertamos. No importan los problemas, no importa el mañana, no hay cabida para seguir divididos, no podemos separarnos. La calle lo vio, lo presenció y fue participé de aquél hermoso hecho, donde en medio de tanta destrucción y oscuridad, los niños salimos a jugar una vez más, con nuestros sueños y esperanzas sobre aquél polvoriento asfalto, glorioso. Ni un millón de soldados podrán acabar con el grito de amor y la risa de un niño.

Tenía 13 años, y recuerdo perfectamente estar atormentado por los problemas de mi familia y las discusiones diarias tanto en mi hogar como fuera de él. Pero ese día, ese 15 de agosto. Cuando saqué mi balón de fútbol y recorrí la calle llamando a mis amigos para luego empezar a jugar, estábamos dando un espectáculo, estábamos cambiando al mundo, estábamos iluminando nuestras vidas y la de los demás. El mundo era nuestro e íbamos a cumplir nuestros sueños sin dejar que nada se interpusiera en nuestro camino. Recuperamos nuestra libertad y humanidad.

Tan solo poco tiempo después de la primera partida de fútbol, pudimos ver como los vecinos empezaban a salir, sacaban sus sillas y se sentaban a hablar. Se saludaban, se abrazaban y disfrutaban su vida. Ya no éramos unos niños jugando fútbol en medio de la calle, éramos un grupo de humanos llenándonos de vida, luz y felicidad en medio de tanta muerte, oscuridad y tristeza, estábamos disfrutando como humanos de la manera más simple y sencilla posible; juntarnos en la calle.

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