La pelota de Katanga

La pelota de Katanga

Paula Hill

27/12/2017

Aquella mañana Bruno salió volando de su portal. Su primo, Darío «el Malo”, le hizo la zancadilla justo en el momento adecuado para hacerle planear sobre la acera gris como si fuera un avión de papel. Aterrizó con el tiempo justo para caer sobre las manos y así salvar su hocico. El aterrizaje hizo dar un respingo a los hermanos orejudos del 6, que en ese momento se encontraban jugándose algún tesoro a piedra papel o tijera junto al portero automático y los setos de la entrada. El Malo se río con fuerza y, al ver esto, los orejones se carcajearon por imitación. Bruno se levantó sonriendo emitiendo una risilla inocente entre sus ya de por sí inexistentes paletos, y decidido dio un manotazo al balón que sujetaba el hermano más cabezón que le sacaba más de dos palmos. El balón cayó al suelo y Bruno le pegó una buena patada, de modo que lo mandó al otro lado de la calle. Mientras el cabezón gruñía, su hermano insultaba y el Malo perseguía a Bruno para darle una azotaina ahora que tenía una buena excusa. El balón fue rodando a los pies de Ántoni, que en ese momento se encontraba leyendo apaciblemente a la sombra sentado en un banco delante del economato.

Ántoni era lo más exótico que había pasado por el barrio desde que se inauguró la fábrica y vinieron aquellos belgas rubios a dar un discurso en un español que solo entendieron ellos. Algunos dicen que vino porque se perdió y se equivocó de Katanga*, otros que si fue cosa del alcalde que gastaba mucho en pintura negra para el Baltasar de la Cabalgata. Otros decían que leía conjuros para matar gallinas, y otros que no sabía leer y que en realidad hacía tiempo mientras esperaba que pasara la viuda Marciana para ayudarle con las bolsas y de paso convencerla de que él solito le quitaría toda la soledad de su alma. Casi todos los días algún niño de otro barrio se acercaba en su bicicleta en expedición para comprobar que la leyenda urbana era cierta, había un negro en Katanga.

La realidad es que Ántoni llegó al barrio porque alguien le dijo que iba a ser fichado por el club de fútbol de la ciudad. Vendió todos sus bienes y dejó su vida en Guinea, para llegar allí y no dar pie con bola. La Gimnástica no le fichó, pero habló con el benévolo párroco Damián que le empleó aquí y allá, dejándole dormir en los bajos de la iglesia hasta que encontrara un oficio más idóneo. Ántoni no quería a Marciana, pero en cambio se pirraba por Carmela, la hija del boticario que todos los días paseaba su larga melena negra, sus curvas sinuosas y su cojera hasta el economato para comprar el pan y una botella de casera.

Carmela apareció justo cuando Ántoni reparó en el balón que estaba a sus pies.

– Hola Ántoni, ¿qué tal estás hoy? – dijo mientras curioseaba el libro que leía él.

– Hola Carmela, muy bien, ¿y tú?

La conversación se interrumpió por los gritos de una jauría aulladora compuesta por los orejones que voceaban desde más abajo.

– ¡Eh Baltasar, tira el balón!

– ¡No le llames Baltasar, que no nos lo tira! ¡So huevón! ¡Ántoni tira el balón, por favor!

– ¡Por favor! ¡Huevón lo serás tú, paleto!

Él, dubitativo, miró a Carmela y miró al balón. Tomó éste mientras dejaba el libro con su portada bien visible sobre el banco e impulsando el esférico sobre su cabeza con ambos brazos lo lanzó con tanta fuerza que sobrevoló por encima de los hermanos orejones, Bruno y su primo, todos ellos boquiabiertos… hasta romper la ventana de Doña Oliva, la de los cien gatos del segundo. Ántoni también hizo en su día la prueba en el club de baloncesto local y tampoco le seleccionaron.

* El barrio Covadonga de Torrelavega, donde se desarrolla esta ficción, también era (o es) conocido como Katanga

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