El Apostol y la lluvia

El Apostol y la lluvia

El frio húmedo calaba los huesos cuando nos detuvimos frente a la entrada principal del Hostal de Los Reyes Católicos a finales de noviembre de 1984. Habíamos conducido un coche francés desde Sevilla y llegamos por la noche cansados con ganas de dormir.

Dos mucamas vestidas de negro con delantal, cofia y puños de encaje blanco de Camariñas almidonado nos recibieron afuera de nuestra habitación. La puerta de madera tallada, renegrida por los años, abría a un espacio enorme, con el techo muy alto, austero y monacal. Pocos muebles de madera obscura, cortinas de terciopelo color vino y verde y a cada lado de una gran cama con dosel, colocados con delicadeza, pero con precisión, sobre unas alfombras de la Real Fábrica, un paño de lino blanco almidonado. Después de que pasaran entre las sábanas inmaculadas un calentador de cobre con un largo mango de madera, aquella cama se convirtió en el refugio perfecto. Afuera el viento y la lluvia rugían en las persianas furiosos por no poder penetrar más allá y entrometerse en nuestra intimidad. Nos acurrucamos y cerramos las cortinas de la cama. Por un momento dudé si no habríamos cogido algún túnel del tiempo en vez de la autopista y retrocedido unos cuantos siglos.

A la mañana siguiente, después del desayuno servido en un salón dominado por una inmensa chimenea donde chisporroteaba el fuego, salimos a caminar protegidos por dos grandes paraguas cortesía del hostal. Anduvimos de un lado a otro, compramos porcelana de Sargadelos, abrazamos tímidamente al apóstol, sobrevivimos al paso del botafumeiro sobre nuestras cabezas y nos sentamos a comer unas exquisitas vieras en un sitio recomendado por un amigo gallego.

  • – Habéis notado algo diferente, preguntó mi padre.
  • – Si, contesté yo, ¡no para de llover!
  • – Cierto, pero además; en las tiendas, en cada sitio que entramos, en este restaurante, pero sobre todo en la calle, continuó.
  • – ¿Qué es? preguntó mi madre.
  • – No hay ruido, dijo acertada mi joven esposa.
  • – ¡Exacto!, no hay ruido, apunto mi padre.

Tenía razón, veníamos de Sevilla, habíamos pasado antes por Córdoba y donde no había música, había por lo menos ruido, el que fuera, pero nunca silencio.

Esa tarde, bajo una fina llovizna que no se oía caer porque el musgo de los tejados amortiguaba el ruido, paseamos por las reservadas calles de Santiago.

– Seguramente la lluvia y el apóstol mantienen Compostela en silencio, dijo mi padre.

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