No conocía su origen y tampoco buscaba su destino. Para ella existir era sobrevivir y, en la calle,esto no era poca cosa. Cargaba con su nombre, le hubiera gustado llamarse Morena pero le asignaron “Ramona”. La adultez la había asaltado tan cruelmente como la vida: con manchas carmesí entre sus piernas. Ocultó su estado con cuanto trapo pudo. Luego, hurgando entre desperdicios en busca de su sustento diario, encontró ese jean desteñido que alguien había desahuciado. Parecía hecho para ella, como dibujado sobre sus nuevas formas.

Se paraba, cada tanto, frente a alguna vidriera que le sirviera de espejo; buscaba una bella imagen que nunca pudo ver reflejada. Largos cabellos azabache, enredados y deslucidos por el polvo de las calles y el humo de los vehículos; un rostro demacrado y delgado con profundas ojeras reclamando nutrientes elementales. Ensayaba su mejor sonrisa y esa maldita imagen le devolvía siempre la silueta de la tristeza y depresión.

Durante el día pasaba desapercibida entre la multitud. Era una más entre esa masa de gente que deambula autómata en el cumplimiento de su ¿existencia?, diaria.

Tenía suerte, quizá por su edad, quizá por su sexo; su mano no volvía vacía cada vez que la extendía a la caridad de la gente.

Ahora comenzaba la época difícil, aquella donde, además de la crueldad del clima; empezaban a escasear las monedas. Ella suponía, inocentemente, que sucedía porque la gente era reticente a sacar las manos de los bolsillos para mantenerlas tibias.

Se había preparado especialmente para este invierno ubicando un espacio protegido del viento. Encontró unos guantes de lana, a los que les cortó los dedos, para que no se dañaran prontamente en la búsqueda de susustento diario. Contaba con la compañía de “Pelo” y “Pucho”: dos canes compañeros de hambrunas contra los que se acurrucaría durante las noches más crueles.

Sus períodos la habían sorprendido con la misma frecuencia que esas extrañas sensaciones sobre la zona púbica. Explorándose había comenzado a descubrir el placer y con éste la tendencia a buscar y admirar a los muchachos. Especialmente a uno, que pasaba todas las mañanas a primerahora y que perdía de vista cuando se hundía en el ingreso a la estación de subtes. Era alto, morocho. Aún a distancia, había descubierto unos ojos almendrados; brillosos. Caminaba erguido, medio escondido detrás de bufandas y sobretodo.

Había comenzado a esforzarse por mantenerse aseada. Con el cabello más o menos peinado, vestía las mejores prendas que había podido rescatar.

Tenía, ahora, un nuevo motivo para esperar cada amanecer. Verlo, descubrirlo un poquito más con cada exploración, comprobar que era más bello de lo que podría haber imaginado. Sentir que el deseo ahora tenía nombre desconocido pero una forma cierta y única.

Intentaba, cada día, aproximarse un poquito más. Sólo esperaba que, en algún momento y por cualquier motivo, no importaba cual; él la viera.

Así sucedió, o se había acercado demasiado o por algún otro motivo él había volteado y la miraba. Paralizada observó como se quitaba su guante, introducía la mano en el bolsillo y extendía su brazo para alcanzarle unas monedas… Recibir sin pedir fue suficiente para comprender y saber cual era la condición que la condenaba…

Luce, ahora, varías grietas en la piel y una oculta en el alma. Todavía se la puede ver recorriendo esa, su calle. El inconsciente la obliga a hacerlo en sentido inverso al de esa tarde gris, para desandar el camino, con el vano propósito de volver a ese momento y poder evitar aquella, la única limosna que le dañó la esperanza…

José Osvaldo Ferrari

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