¡Araca la cana! La voz ansiosa del niño retumbaba agitada sobre las aceras. Al grito de guerra todos salíamos corriendo, el plan de fuga era infalible. ¿Tanta alharaca por jugar a la pelota en la calle? Habiendo tantas cosas malas para hacer y nosotros estamos tan sólo pateando la bola.

Doña Gertrudis, la Bruja Mengacha, qué vieja chata esa… ché. Llamaba a los gendarmes. Si no le hacemos mal a nadie. “Mocosos revoltosos, que no dejan dormir la siesta y si me rompen un vidrio les juro que los voy a curtir a escobazos”. Pero a nadie se le ocurriría romper un vidrio. El costo del arreglo era irrelevante, al fin y al cabo no lo pagaríamos nosotros, pero la humillación de patear la pelota pa’ las chapas, eso sí que es cosa seria, imperdonable, sólo un chambón rompería un vidrio, y nosotros éramos campeones con la pelota de trapo sobre el empedrado, ni Messi ni Maradona nos igualarían (que en aquella época eran el Tito Gonçalves y el Pardo Abaddie, ¡qué jugadorazos eran!) No, errarle al arco estaba prohibido, punible con la pena capital: el ostracismo. Eso le sucedió al chueco Gervasio cuando la pateó tan alta y desviada que fue a parar al patio de doña Fulgencia, la Chancha Pochanta, y había que saltar el muro pues esa vieja de mierda no la devolvía pero había perro y el perro ladraba y mostraba los dientes y el chueco se negó a ir a buscarla rompiendo la ley de que el que la tira la va a buscar y entonces lo condenamos a exclusión perpetua que aquí no se aceptan los pata-e-palo con la bola pero el chueco lloraba mucho y suplicaba entonces le dimos una última oportunidad pero tenía que patearla cien veces seguidas al gol sin errarle ni una y la pateó bien menos una que pegó en el palo pero lo perdonamos porque el palo se había torcido un poco.

Qué trabajo le dimos al pobre milico del barrio, el Juancho Panza, tan generoso en sus carnes que se bamboleaban al paso que nos corría; el desdichado bufaba en el cumplimiento del deber. Los días lluviosos, cuando los pies se hinchan y los callos se comprimen dentro el zapato, rengueaba. Pero nunca pudo cachar a nadie, éramos demasiado rápidos y certeros. Hasta el enano Jacinto y el rengo Pablito se le escabullían; el muy infeliz llegaba cabizbajo de vuelta a la comisaría, sudando y de manos vacías.

Las niñas, mientras tanto, jugaban a la rayuela. A ellas les estaba prohibido jugar a la pelota. Habrase visto, no faltaba más, que eso es juego de varones, las niñas deben jugar con muñecas, ¡y punto!

Era una callecita como tantas otras de un barrio como muchos de Montevideo. Pero no una calle cualquiera. Era nuestra calle, éramos los dueños, la poseíamos, la defendíamos, nadie nos la quitaba, la celábamos, la adorábamos.

Y así, entre pelotazos y regaños, los muchachos de la barra, sin siquiera darnos cuenta, fuimos creciendo juntos, al margen de vecinos quisquillosos y escapadas de urgencia. Éramos, yo diría, como hermanos. De chiquilines pasamos a pibes. Entonces cambiamos la pelota de trapo por una de goma, que picaba y todo. Cuánto sacrificio haciendo la colecta para comprarla, ahorrando penosamente vintén por vintén. Luego nos volvimos mocitos y la pelota nos quedó chica. Fue cuando la cambiamos por el billar en el boliche de la esquina.

Pero como todo tiene su fin, vino, inexorablemente, el éxodo, y de a poquito nos fuimos separando. La calle quedó muy lejos. Vinieron otras calles y nuevos amigos, pero ya no eran más nuestra calle ni aquellos amigos de infancia.

En Alabama todo era diferente. Sólo se veía orden y lujo, pero el orden es un pesado gravamen y el lujo, ¿a quién le interesa el lujo? el lujo no se come. Para colmo de males, no había calles. Había, pero no eran calles. Calles sin baldosas flojas ni vereda de enfrente no son calles. Calles sin pibes jugando a la pelota ni boliches en la esquina no merecen llamarse calles. Las reminiscencias las remendaba con tango y mate amargo. ¿Donde estarán el Carloncho y el Boñato Alcides? Cómo reverberan adentro aquellas rencillas tontas de niño: “¡Por qué no me la pasaste, ! ¿No viste, ñato, que estaba solo frente al arco?”. “Porque sos un comilón, nacho, te comés la pelota y no se la pasás a nadie”. Que se habrán hecho aquellas tardecitas montevideanas, cuando, sentados al cordón de la vereda, la pasábamos felices contándonos chistes verdes.

Sí, me fui muy lejos, pero la calle no me abandonó, se quedó bien clavada toda en mí.

Y fue entonces que continuamos caminos divergentes. Pero las añoranzas no nos dejan. Las añoranzas no se expresan con palabras. Las añoranzas se guardan muy adentro. Las añoranzas no se pueden enterrar, forman parte de lo que uno es.

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