Ancianos en el parque
Un hombre viejo camina por la vereda del Jardín de la Unión en Guanajuato, disfrutando la calidez del sol matutino, es don Alfonso; su gastado traje deja ver a un hombre que vive apretadamente con una magra pensión, pero ello no parece importarle, pues mientras camina, apoyado en su bastón, va silbando una vieja melodía de su ya lejana juventud. En ello se ve al hombre satisfecho con su vida.
Piensa en sus hijos y nietos que tan lejos se encuentran. Lejos en la geografía, pero cercanos en el corazón y sonríe satisfecho, luego reanuda la vieja tonada. Piensa en su amada esposa, quien le ha acompañado todos estos años y con más energía entona la canción con la que la pareja bailaba con alegría.
Ligeramente fatigado, se sienta en una banca, donde ya se encuentra descansando otro viejo, pero éste tiene el ceño adusto, los labios apretados que parecen una línea dibujada en un papel arrugado.
Antes de sentarse, Alfonso se saca el sombrero y saluda cortésmente.
—Buenos días, caballero, ¿me permite compartir la banca con usted?
—Siéntese si gusta, -respondió de forma áspera- el sitio es público y por lo demás no me molesta.
Don Alfonso se dio cuenta del negro humor de su vecino de banca y estuvo un rato silbando bajito (era un gran silbador), como alegrando las breves ráfagas de viento,aún se sentía fresco a esa hora de la mañana. Luego de tiempo, se dio cuenta que el hombre aflojaba la mandíbula y el gesto era menos huraño
—Linda mañana, -aventuró a conversar Alfonso- todo parece cantarle a la vida, las aves, las mariposas, las risas de los niños que corren tras las pelotas….
—Ellos pueden reír, -respondió con sequedad- tienen la vida por delante, pero yo, que puedo morir en cualquier momento, de qué me podría reír.
—Pero querido amigo, -dijo sonriente Alfonso- los años que nos han permitido vivir, nos han dejado gratos recuerdos. También hemos pasado momentos tristes, pero han quedado envueltos en el polvo del olvido. ¿Tiene usted hijos…, nietos?
—Desde luego que sí y los chamacos son muy latosos y sus padres que no los educan.
—Pero con seguridad tiene buenos recuerdos de unos y otros.
—Pues sí, no lo niego, cuando eran chiquitos mis hijos, -el rostro se le suavizó al viejo y hasta pareció sonreír- eran tan tiernos y yo los levantaba y jugábamos…. Claro que entonces yo tendría treinta años… Eran otros tiempos, pero hoy, cuando ya no sirvo para nada….
—Pero qué tontería, los viejos siempre servimos para algo, aunque sea para convivir con los nietos…, leerles un cuento o contarles historias, festejar sus ocurrencias y ser sus cómplices en sus diabluras y no es que sean latosos, solamente es que son niños.
—Cuando los nietos duerman, -continuó don Alfonso- siéntese al lado de su hijo, sin hablar y tómelo de la manos, sienta la calidez de su juventud y el sentirá la seguridad de su experiencia, entonces se dará cuenta que hay comunión entre ustedes. Abrace y bese a sus hijos y nietos y agradezca a su Dios por haberle permitido llegar a su edad y conocer a su descendencia. ¿Su esposa aún vive?
—Desde luego, -respondió el anciano un poco más animado- vive y es latosa y regañona, por eso me salgo al parque.
—Abrácela, dele un beso y dígale cuánto la ama, pues ella es parte inseparable de usted, los años de convivencia los han amalgamado en una sola joya que resplandece para alumbrar su hogar. Tal vez primero le regañe y le diga algo como “viejo simple, algo has de querer”. Efectivamente, dígale, quiero decirte que cada día que amanezco junto a ti, es un regalo de Dios y un día más para amar a mis hijos…
El viejo se levantó, pero ya su semblante era sereno, hasta parecía que las arrugas se le desaparecían, extendió su mano la puso sobre la de Alfonso que se apoyaba en el bastón y apretando con calidez, le dijo:
—Gracias, buen amigo, me ha venido a enseñar el sol, cuando yo pensaba que ya estaba en la obscuridad, ahora vuelvo a casa y pondré en práctica sus consejos. Espero verle mañana, mi nombre es Luis y siempre vengo a esta banca.
Los dos viejos se sonrieron, Luis se retiró rumbo a su casa y Alfonso estiró las piernas y silbó con alegría, precisamente el Himno a la alegría, de Beethoven.
Sergio A. Amaya Santamaría
Junio 9 de 2014
Celaya Gto. México.
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