Gregoria caminaba despacio y con las piernas ofrecidas, como una recién parida. Era más por los años que por las criaturas empujadas, ya que nunca las tuvo, aunque oyéndola suspirar con tanta destreza, cada vez que subía la cuesta de la ermita, uno habría esperado ver una matrona a su lado cogiéndola de la mano. Su cabeza oscilaba entre las once y la una por esa maldita cadera mal curada y escondía su mano izquierda en el mandil negro para ocultar una artritis que estaba enredando sus dedos. En la derecha bailaba un bastón con el que solía golpear a niños y animales para hacerse pasillo. Su cara era arrugada y oscura, pero no habían arrugas alrededor de su boca o sus ojos. Era la cara que se había ganado, tras años de pelear contra sus genes. Sus zapatillas de estar por casa de algodón negro no conseguían ocultar sus juanetes, que parecían poner dos gordos puntos finales a una vieja y oscura existencia.

Cada día subía la cuesta, rezaba en la ermita y volvía a bajar murmurando. Lo hacía a las doce en punto como para atribuirse las campanadas del Ángelus. Nunca más tarde. Nunca antes.

Un día no apareció. Lo pensó Luis, el cartero, mientras se hacía la tercera cerveza de la mañana, fumándose un cigarro en la calle mirando por la ventana la barra del bar por dentro, como quien mira la parte trasera de una nevera. La vieja Gregoria un día le tiró las cartas a la cara gritándole que se había equivocado al dejar una carta de su vecina, con la que no se hablaba hacía años, mientras le decía que era un inútil y un borracho. Luis pensaba mientras bebía que debía haberle contestado y tenía más de cien respuestas incisivas en su cabeza, pero aquel día no fue capaz de responder, y además de las cartas se le cayó el labio. Cada vez que la vieja pasaba por su espalda la oía murmurar, y un día creyó oír “borracho”, pero al no tener la certeza no supo contestar y se tomó el tercio de un trago y le sangró el labio.

Pero ese día no había bajado y las campanas ya habían sonado hacía rato. Decidió subir paseando mientras imaginaba que se la encontraba en la acera, boca arriba, como una cucaracha estirada con el bastón de antena.

Cuando llegó a la ermita se dirigió al párroco y, tras saludarlo, le comentó que le había extrañado no cruzarse con la Gregoria. El párroco le contestó que, efectivamente, no la había visto ese día, y ambos decidieron acercarse a su casa, ya que vivía sola, los dos pensando en celebrar, uno un sacramento y el otro una fiesta.

La casa de Gregoria era la casa que habría dibujado un niño de seis años: tejado a dos aguas, dos ventanas enrejadas y una puerta de madera con una aldaba. Negra hasta la altura de un metro y blanca el resto. Golpearon la puerta varias veces, y al no contestar, ambos se miraron subiendo las cejas y ladeando un poco la cabeza como quien acierta con su presagio. Al golpear de nuevo la puerta se abrió. No entendían porqué antes no había sucedido, pero entraron con cautela en la oscura vivienda. Pasaron un recibidor con tiento y sin encender la luz, como quien teme despertar a la muerte. Un viejo espejo con un lavamanos a su izquierda les devolvió su imagen uniformada de azul y negro. Llamaron a la vieja pero nadie contestó. Cruzaron un comedor con olor a rancio y a skay, a madera y a polvo. Al fondo la cocina parecía tener un poco de luz. La encontraron sentada en una mecedora, al final de la cocina, con los ojos cerrados. En su regazo sostenía un conejo blanco y todavía tenía una mano sobre su cuello. La otra, como siempre, la tenía en el mandil.

El cura se acercó y, después de santiguarse, tocó la frente de Gregoria para hacerle la señal de la cruz. La vieja abrió los ojos y lo miró fijamente diciéndole:

– Eso se lo hace usted al conejo.

Y sacó rápidamente la mano izquierda del mandil con una navaja y rebanó el cuello del conejo. Después, mirándolos con satisfacción, mientras corría por sus retorcidos dedos la sangre del animal, les dijo:

– Hoy vienen mis sobrinos a comer y he pensado en hacer conejo al ajillo.

Después miró al cartero y le espetó:

– Salvo que éste lleve por ahí una cerveza, y podría hacerles conejo a la cerveza.

Y rió, por primera vez y con una risa muerta, pero rió.

El cura se excusó en nombre de ambos y explicó que estaban preocupados por su salud, al no haber ido a rezar ese día. Ella los despacho rápidamente.

Ese día disfrutó mucho.

Cuando llamaron a la puerta la primera vez se asomó por la ventana, tras la cortina, y al verlos a los dos allí, pensó que era su oportunidad de divertirse un poco. Abrió la puerta sin hacer ruido, se acercó al corral a coger un conejo y se sentó. Lo que más le costó fue no reírse mientras se acercaban.

Cada día, a los doce en punto, mientras Luis el cartero se hace su cerveza en la cuesta de la ermita, tiene que verla subir despacio, renqueante, y cuando se acerca a su altura, cree intuir su sonrisa y escuchar levemente:

– Conejiiiito.

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