«Hola me llamo Serafín. No te voy a engañar, pido para güisqui no para otra cosa».

Su aspecto es aseado a pesar de la larga barba blanca, el pelo también largo y blanco está cuidadosamente peinado hacia atrás, y la ropa aunque vieja y desgastada está limpia. Se expresa correctamente, con un ligero acento gallego.

Año 1987. Solo llevo una semana en una oficina del barrio, el tridente rojo de las calles Ballesta, Barco y Valverde sobre Desengaño. Inesperado barrio trasero del número 32 de la Gran Vía de Madrid donde se cruzan en las mismas calles las putas drogadictas (o al revés) con algunos turistas despistados, viandantes de paso y empleados de una gran diversidad de empresas como la Ser o los almacenes Sepu. Esta diversidad también se muestra en los locales que mezclan las cafeterías, pubs, restaurantes y bares de tapas con sexshops y barras americanas. Y una agencia de viajes china.

«Para comer no tengo problemas, los de la Ser me bajan todos los días bocadillos y otras cosas estupendas que comen ellos, marisco me trajeron el otro día, normalmente me sobra y se lo doy a otros, u otras como estas pobres agachadiñas de la calle».

Alucinado espectáculo de las chicas por la mañana temprano, casi todas jovencísimas y casi todas dobladas por la cintura, con los ojos semicerrados, movimientos lentísimos de zombi, con un ligero bamboleo continuo hacia adelante, acerándose a los hombres que esperan para cruzar y tirarles de la manga y balbucear quieres hacer el amor. Mirada cómplice de uno alrededor y a ella de abajo a arriba vete a dormir tú sola anda, que falta te hace.

Pero no es sueño lo que tienen. Las echan de sus cubículos muy temprano y solo las dejan volver a subir si es con compañía, que paga por adelantado las dosmil pesetas y la cama a quien esté en la puerta. Algunas se quedan dormidas por la mañana mientras se las follan, y cuando el cliente se va suben a por ellas para volver a echarlas a la calle. Comparten el barrio con las putas viejas que no quieren o no pueden retirarse. Éste es el final del camino para casi todas, el último escalafón del puterío de Madrid, a precio de saldo.

Lo sé por Serafín, que te cuenta lo que quieras a cambio de un güisqui por las tardes en el bar de la callejuela Muñoz Torrero, JB solo con hielo nada menos. Tienes que aprovechar el corto intervalo de la lucidez antes de que su discurso empiece a resbalar hacia la divagación incongruente, y esto es difícil de combinar con mi horario laboral. Normalmente salgo ya de noche y si me lo encuentro está ya muy borracho, a veces incluso dormido en algún portal, bajo las mantas que le echan los vecinos encima cuando se lo encuentran.

«Soy de Galicia, era industrial tengo familia mujer e hijos, pero no quieren saber nada de mí, ni yo de ellos qué carallo. El divorcio me dejó sin nada, y me vine a Madrid a buscarme la vida, aquí vives de esto sin problemas. Los albergues no sirven para nada, cierran a las ocho y media ahora en invierno y ya no puedes entrar, y está lleno de borrachos, para eso me quedo en mi barrio, hay mucha gente buena por aquí y me traen mantas, y hasta me bajan un caldo o leche caliente las noches más duras».

Belinda era una rareza elegante y bella entre tanta miseria carnal. A Serafín y a mí nos fascinaba. Siempre estaba sola en las mismas esquinas de la callejuela de Muñoz Torrero. Estuve obsesionado durante mucho tiempo con acercarme a ella, pero temía que me acabara enredando. Y estábamos en la peor época del sida, de su terrible pandemia vergonzante y mortal. Aunque siempre me lo planteaba por unos instantes: mientras de noche dirigía mecánicamente mis pasos hacia el coche recreaba en mi cabeza el acercamiento, la conversación, su mirada provocadora, su voz que imaginaba dulce y ronca a la vez, el papel que me enseñaba para convencerme de que tenía sus revisiones en regla que no debía preocuparme, convénceme por favor, convénceme tú de que no hay nada que temer Belinda. Un día que creí estar más decidido a abordarla que otras veces, aunque solo fuera para hablar solo hablar, la encontré en una de sus esquinas de siempre doblada por la cintura, bamboleándose levemente hacia adelante. Fue la única vez que la vi así, después siguió con su elegancia solitaria de siempre, pero estaba vacunado definitivamente contra la obsesión. Un día ya no la vi más, y nadie supo darme razón de ella, ni Serafín que empezaba a apagarse poco a poco por aquel entonces. Él decía que era el hígado que le estaba matando, que tenía el billete solo de ida comprado hace tiempo, pero me pareció posible que el comienzo de su declive coincidiera con la desaparición de Belinda, la confirmación diaria de que ya no la íbamos a ver más. A mí también me volvió un poco más triste y sórdida la rutina de este extraño barrio de mujeres dobladas bamboleándose.

No tardó mucho en usar ese billete, se lo encontraron muerto una mañana bajo sus mantas, encogido sobre sí mismo como un perro, o un niño. Se hizo una colecta para pagarle la incineración en La Almudena, a la que acudió una extraordinaria muchedumbre de vecinos mezclada con mendigos y putas.

Hasta hoy. Creo que no había cruzado esas calles ni una sola vez en los últimos 30 años. Para qué. Han cambiado mucho, ahora semipeatonales repletas de bolardos, los locales remodelados con otros nombres o negocios, alguno tapiado, aunque sigue allí una de las sexshop. Y la agencia de viajes China. Quizá hay aún más putas que antes, más escandalosas y multirraciales, como sus chulos y los chaperos. Y un viejo de la barba y el pelo largos y blancos que se me acerca.

«Hola me llamo Serafín».

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