Mis manos blancas contrastaban con la piel negra como el azabache de mi bebé. La cogí de la cuna en brazos y la metí en su cochecito. Aún dormía. Debíamos salir pronto de casa. Perla nació cuatro meses atrás, una noche de Luna menguante y de mariposas nocturnas. A esa misma hora su padre, mi marido, un militar estadounidense y afroamericano, moría en un accidente de tráfico en México. Así, sin más, Perla se acopló a mi nueva realidad, ya no de estudiante fracasada si no de madre primeriza y viuda.

Anoche, justo cuando oscureció, volvieron las mariposas. Las alas eran grandes, de quince o dieciséis centímetros con un nueve o una coma en cada lado. Sus tonalidades marrones con toques iridiscentes púrpura, rosa y verde, según como les diese la luz, danzaban en el exterior acercándose al calor de las farolas e intentando entrar, llamadas por las luces que inundaban nuestro hogar. Observé sus movimientos hasta quedarme dormida. La salida del sol las hizo desaparecer y a mí me dio el despertar.

Cogí el cochecito rosa, con la pequeña adentro, cerré la puerta de casa, y comencé a desplazarme por la calle Manuel Becerra, camino a la estación del metro, a la línea gris, la circular. Casi de inmediato percibí el olor a crisantemos en el ambiente de la ciudad y al mirar alrededor descubrí que pocas personas la transitaban; algunos negocios estaban cerrados y pocos coches en las vías, pero era un día laboral.

El carrito fue el primero en entrar en el vagón del metro, seguido por mis pasos decididos. Hoy Perla tenía una revisión médica. Más de uno se giró para mirar al bebé y luego, como si de un ritual se tratara, desviaron su mirada hacia mí. Me había acostumbrado a los comentarios bajos, a las voces en susurro, a las palabras: blanco – negro que dominaban las conversaciones mientras la llevaba conmigo, siempre.

Encontré un sitio donde sentarme, al lado de una mujer con un ancla tatuada en la mejilla izquierda y que parecía estar abstraída en sus pensamientos. Miré a Perla y continuaba durmiendo. El movimiento del tren la envolvía hasta hacerla vivir en un plácido y eterno sueño. Así eran sus días. Me dijeron al nacer que tenía el sueño cambiado, que debería mantenerla despierta de día para que en las noches pudiese dormir. Lo intenté los primeros dos meses, pero fue en vano. Así que ambas vivíamos en sueños alternos, yo dormía de noche y ella de día; nos turnábamos para hacer vigilia. De momento podía sobrellevar la situación, pero muy pronto una de las dos vencería: el día o la noche de Perla…

El sonido del metro me permitía descansar.

De repente los viajeros comenzaron a impacientarse. Por algún motivo, que en ese momento no sabría identificar, el metro dejó de parar en las estaciones señaladas y el nerviosismo comenzó a apoderarse de mis desconocidos compañeros de vagón. Tomé en brazos a Perla y guardé silencio. Ella continuaba dormida. Esperé en vano que en la estación Puerta del Ángel en la que debía bajar, el convoy parara, pero no fue así. No había órdenes del maquinista. No se escuchaba nada por el interfono.

En el asiento del frente había un hombre ciego con su perro lazarillo, los aullidos del animal se incrustaban en mi oído. Un chico en su monopatín se lanzó por la ventana con el tren en marcha, cerca de la estación Arganzuela – Planetario, para pedir auxilio, pero nada sucedió. Aunque logró salir, se quedó en las vías como si fuese un satélite, cada vez que pasábamos lo veíamos en el mismo sitio, haciendo las mismas piruetas. Fue entonces cuando comprendimos lo absurdo de huir. Así, cada vuelta que dábamos en el convoy nos sumergía más en un extraño carrusel.

La obscuridad en los túneles era total y luego estaba la luz de las estaciones por las que pasábamos a toda velocidad. A veces miraba el rostro tranquilo de quien esperaba para subir al tren y al volver a pasar ya no estaba, en su lugar había otras personas. Nadie esperaba que paráramos. Tal vez nadie nos veía.

La noche llegó, lo sé por el reloj de mi muñeca izquierda, por el comienzo de mi somnolencia y por los ojos abiertos de mi pequeña, en la que el tono amarillo de su iris se asemejaba a la mirada de un lobezno. A través de la ventana comencé a ver muchas mariposas nocturnas. Se llaman «Black Witch», Mariposas del País de los Muertos. Nadie parecía darles importancia. Es más, creo que sólo yo las veía. Entonces, todo comenzó a tener sentido. Venían a llevarse a Perla y mientras el metro no parara ella seguiría siendo mía.

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