La calle me escupía. La calle me arañaba, me ladraba. Pero yo solo podía vagar entre sus laberintos. A veces la sangre corría y mi tez renegrida por el reflejo del ardiente sol en el asfalto, chorreaba a borbotones vivos colores de dolor y de esfuerzo en vano.
Yo solo caminaba. Salía de aquel espantoso cuchitril hediondo, a intermitencias insalubre e inaguantable y me disponía a buscar alimento.
Alimento estropeado, caducado, a saber si abierto y meado por algún vagabundo o por algún vanidoso déspota que no aprecia ni su propia vida.
Quizá sea peligroso el lugar donde trabajo, mi calle, el tesoro en el que se amontonan ingentes cantidades de basura entre la que busco y nada o poco salvo para sobrevivir.
Mis hijos mueren, como todos, desde que nacieron. Pero ellos en especial.
Sé que mueren porque no lloran, gritan sin vocalizar diciendo «hambre».
“No entiendo”, digo, para sentirme mejor por no tener nada que ofrecer.
Ella murió, y su cuerpo sigue pudriéndose en la hamaca que encontré junto a aquel transitado contenedor activo y vivo de ratas, de infecciones, de pobres sucios y devastados por su propia inmundicia y soledad.
A veces vuelvo allí para sentir que al menos yo tengo dónde cobijarme, aunque sea al lado de tres cadáveres, pues al salir de mi hogar pienso que quizá esos pequeños llenos de gigantes garrapatas ya hayan muerto de inanición.
Quizá no sea un padre ejemplar. Eso no me quita el derecho a querer vivir para mí. Ellos me dan igual mientras no tenga cómo mantenerme yo mismo. No puedo ofrecerles lo que es para mí ni mucho menos cuidarles si me asquea su simple presencia.
Lo poco que gano vendiendo poesías borrosas, que no llegan a ser terminadas por mi propia pereza de borracho, me lo gasto en cerveza, y solo cuando la termino me doy cuenta de que no es mi estómago el que pide alcohol, sino mi cabeza enferma.
A veces despierto junto a algún gato muerto con las tripas rozando mis cabellos y solo pienso en seguir bebiendo.
A veces no me acuerdo de que tengo casa y una familia a la que cuidar. Luego despierto y sé que no tengo familia, que ella murió en una terrible tos tuberculosa y que esos pequeños monstruos se cuidan solos, sea como sea, que me da igual.
Cuando la lucidez entra como un rayo entre mis sienes despejadas de mugre, es cuando me arrepiento de haber nacido y de haber dado vida a unos espantosos críos que nunca pude querer. Una mujer a la que ya despreciaba antes de conocerla y con la que me acosté en mi primera borrachera de whisky barato.
Ese fue mi primer romance en el que acabé vomitando dentro de una papelera llena de enfermedad. Y desde entonces no paré. Mi rutina empezó aquel día lluvioso con aquella mujer miserable e indecente. Esa puta que me trasladó a un mundo derruido en el que lo que más me sobraba era su presencia.
Mi asco aumentó cuando parió a esas dos personificaciones del lamento. Nacieron pidiendo y morirán robando. Tristes vidas que no merecen ni mi llanto ni mi ayuda, yo no quise que nacieran.
Odio llegar a aquella desoladora casa y ver a esa puta muerta sobre la hamaca desprendiendo un aberrante olor a inframundo que los pequeños mastican casi con gusto, como si para ellos lo pútrido fuese su fuente de vida.
Me lanzo sobre el colchón y ellos no duermen, solo me golpean la espalda y piden. Pero yo no oigo. Piden, gritan, como las calles, me arañan. Me levanto golpeándoles y vuelvo a mi verdadero hogar que es la calle que brilla con la lluvia y las farolas. A veces me quedo inmerso, sublimado por la tintineante luz anaranjada que en ocasiones se funde en una implosión que parece absorber vidas en su propia muerte.
Deseo morir como esas luces, brillando siempre y que en mi muerte a todos les falte vida. Que en mi muerte el peligro sea más amenazante, más triste e inerte, que mi falta, mi ausencia, sea el auriga que vaga conduciendo a las saladas gotas de lluvia descendiendo por las mejillas de los que nunca sufrieron.
Las luces de la calle son lo único que refleja mi lucidez en mis ideas, cada vez menos presentes y más ambiguas y confusas.
Luego llega el día y la gente que pasea, la gente que camina, que tiene un trabajo, la gente que sonríe como si no estuviéramos aquí los desfavorecidos, la gente que bloquea la solidaridad, la gente que simplemente vive, me da asco. Todos son entes sin nada a lo que aspirar mientras la sociedad ya ha guiado sus pasos de marionetas tediosas y sin cerebro.
Ojalá la calle por la que pasáis como si no fuera mi hogar también os arrastrara con mediocridad infinita a través de todos los charcos de barro y vómitos en los que siempre caigo.
Ojalá esos pequeños ya estén muertos y cuando amanezca pueda arrancarlos de la pocilga en la que habitaré solo hasta mi propia muerte. Que al llegar, sus expresiones faciales de dolor, sus bocas abiertas de hambre y sus ojos desorbitados por el miedo a su propia muerte por fin me permitan sentir esa alegría que no recuerdo haber experimentado.
Quizá despedazar sus cuerpos, esos tres cuerpos hediondos, y con ellos alimentar a las ratas que siempre me acompañan y que solo salen en la noche, cuando me escuchan, cuando saben que pueden confiar en un ser humano que se parezca a ellas. Alimentarlas con esa carne de alimaña que es mi familia. Carne de carroña.
Por fin muerte, por fin solo. Salir de la calle en el día y cobijarme en ella en la noche, donde sé que estoy protegido por la nada.
La noche, en la que la calle me abraza, me susurra y me alimenta. La noche y la calle que ya no arañan, ni muerden, ni ladran, ni escupen.
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