Cazador de limosnas

Cazador de limosnas

Bagredmar

11/12/2017

Se acercaba hasta la ventanilla de los automóviles, estiraba su mano, balbuceaba algo y el chofer conmovido o disgustado mostraba la moneda, entonces él, la mano retiraba.

Mi auto estaba accidentado, mis penurias económicas dificultaban el mantenimiento, por lo que ese día, agotado en el esfuerzo de repararlo yo mismo, en el medio de la calle, bajo un sol inclemente y un tráfico odioso, la sombra sólida de un pequeño árbol al lado de la avenida me llamó a refugio, mientras pensaba en una mágica solución.

Aquel era un hombre mayor, tan viejo como mi padre, sus piernas y manos temblaban, se notaba en su cuerpo esquelético el hambre, en sus pies llagosos las quemaduras del asfalto ardiente, sus manos largas y huesudas parecían las de un santo, un mártir de la iglesia que pedía junto al semáforo.

Los chóferes tenían prisa, todos tenemos prisa en está ciudad, esquivaban con disgusto mi automóvil atravesado. La capota levantada, luces intermitentes encendidas y mi cara de resignación; debajo de la mata, les aliviaba el enojo.

Luz roja, allí va otra vez, su mano estirada hacia la ventanilla, algunos lo ignoraban, sostenía su mano en el aire un rato, nada pasaba, iba hacia otro, ahora si, la joven del auto azul lleva su mano blanca y delicada al tablero, toma una moneda, la lleva hacia él, y justo en el instante en que la moneda va a caer sobre la palma de esa mano angustiada, el viejo indigente la levanta, dibuja la señal de la cruz en el aire junto a la ventanilla y se marcha.

Busca otro vehículo, hace lo mismo, luz verde, huye hacia la acera, muy cerca de mí, oigo su respiración, siento su temblor, mira el semáforo, es su entretiempo, luz roja, allí va otra vez, cazador de limosnas que nunca acepta, precisamente; la limosna.

Una de la tarde con treinta y cinco minutos, un policía me ayuda a empujar mi averiado compañero hasta el borde de la calle, me ofrece una grúa, le digo que no tengo dinero, intento durante media hora repararlo, mi ropa de trabajo, las manos y parte de la cara sucias de grasa, el intenso calor me hace sudar a chorros, siento un poco de desesperación y busco la sombra del árbol, me siento otra vez.

Allí va ese viejo loco, un niño hermoso se asoma por la ventana de una camioneta, enarbola un billete colorido y llama al viejo, ¡señoor! Luz verde, arrancan todos los carros, el viejo corre, toma la mano del niño, pero no el billete, besa sus dedos, dice adiós y se queda petrificado mirándolo partir como el abuelo que despide a un nieto.

Me he quitado la camisa, son las tres de la tarde, no pienso pasar un minuto más en la calle, pruebo todo lo que me es posible probar, invento todo lo que mi mente es capaz de inventar, péndulo entre sesudas teorías científicas sobre el funcionamiento de los automóviles y oraciones a cuanto santo o ánima bendita recuerde, he pensado en ofrecerle el alma al diablo, pero prefiero dejarlo hasta la noche.

De soslayo observo al viejo, la mano estirada, la moneda a punto de caer, él retira la mano, el chofer se extraña, luz verde, obligado a arrancar guarda la moneda de nuevo, recibió una bendición por una caridad que no pudo hacer efectiva, es una extraña forma de locura que al final no te deja nada para comer o para beber.

Estoy deprimido, sucio, cansado y desesperanzado, armo todo lo que había desarmado, paso un deshilachado trapito sobre la carrocería, la abrazo, cierro la capota, cierro los vidrios de las ventanas, arreglo el desorden del maletero, limpio el tablero y el volante, recojo los pedazos de teipe y las herramientas, me limpio las manos, sentado bajo el árbol con una botella de agua en mis manos, descubro al viejo mirándome.

Levanto la botella para ofrecerle agua, se acerca, sus labios están secos y heridos por la deshidratación, toma varios tragos y se sienta a mi lado, el joven arbolito de la avenida universidad sostiene ambas espaldas, yo pienso: él es como mi padre, él piensa: pudiera ser mi hijo.

Cinco de la tarde, luz roja, el viejo loco arranca hacia los autos, le sigo, algo bueno tiene que pasar hoy, el primer intento es un fracaso, el segundo chofer volteó la cara, el tercero abre una pequeña gaveta en el tablero, allí viene la moneda, pero antes de que el viejo indigente retire su mano, la mía firmemente sostiene su muñeca, el viejo agita su brazo con fuerza, pero es mucha la rabia que tengo guardada y no se lo permito, luz verde, los dos estamos asombrados.

Los contornos plateados de la moneda refulgen divinamente en las manos del anciano, no sé quien de los dos estaba más emocionado, me mira, aprieta la moneda y da su bendición, coloqué mi brazo en sus hombros para despedirme, él quedó bajo el árbol.

Llegué a casa un poco tarde ese día, el antiguo Chevrolet y yo parecíamos nuevos, flotábamos en las calles totalmente llenos de una extraña paz. Aún no sé por qué prendió, sólo sé que en mi tablero llevo siempre una moneda para el viejo loco de la calle que cambia una limosna por una bendición.

FIN.

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