Amanece sobre el chapitel azul y blanco de la iglesia de San Miguel, donde unas gotas de rocío resbalan hacia el frío metal de mi punta de flecha.

Pegada a mí, soldada a una roída varilla, una ballena; dicen que para gobernar mi rumbo. Yo jamás la vi.

Como sea, juntas coronamos el cielo de la ciudad desde este hermoso otero.

Sin nubes, mi vista alcanza hasta el horizonte más profundo. No obstante, si el viento duerme, la parálisis me invade.

Debajo, las campanas suenan a compás. Entretanto, un reloj encajado sobre uno de los sillares de la torre, y que lleva siglos sin la manecilla de las horas, marca el tiempo minuto a minuto.

Veo diminutas las personas deambulando calle arriba, calle abajo, con dificultad en la noche. Pese a las sombras, las reconozco y las diferencio; sé donde viven y lo que hacen, lo que sufren y lo que mienten.

Apenas son las cinco de la mañana y aún duerme la brisa que me hace girar, aunque la oigo llegar, así que miro al norte, sin remedio.

A mis pies, la calle de San Miguel.

A escasos metros de la plaza, cuatro coches de policía permanecen detenidos frente a uno de los portales con las luces azulinas parpadeantes. Avisan de que algo grave ocurre. Una docena de agentes rodean la zona para evitar que curiosos y periodistas distorsionen la escena de un triste encuentro.

Es Alena, una joven rescatada de las mafias de ‘trata de mujeres’ por el Proyecto Esperanza, que vivía con dos amigas en la primera planta de ese portal. Ella es la víctima.

Ivana, una de sus compañeras, fue quien, al llegar a casa, avisó a la policía al encontrar su cuerpo colgando de una de las vigas del techo, suspendida, encadenada a una sábana letal; sus pies balanceaban a cinco centímetros del suelo, tan sólo cinco centímetros.

Si la policía me hubiese preguntado les habría advertido de esos cuatro hombres que, minutos antes, bajaron de un coche negro, entraron en el portal y, con el tiempo medido, le mostraron a Alena unas fotos en las que aparecían los cuerpos de sus dos hijos pequeños y sus padres, quemados, en la cuneta de una vieja carretera.

Ellos salieron huyendo en aquel vehículo.

Ella se ahorcó. Desesperada.

Lo he visto antes; nadie escapa gratis de esa red de ‘trata’.

Pero claro, quién le va a preguntar a una veleta muda.

Alena estudiaba ingeniería química en su país. La convencieron de que aquí podría vivir mejor, aprender un idioma, y se lo creyó; ella era guapa, pobre y con hijos que alimentar.

La ballena me advierte, a través de la roída barrilla, de que aquellos hombres que viajaban en el coche negro van camino del Estrecho. Lejos de toda culpa.

Infelizmente, el aire sigue sin fuerza y no puedo seguirles con mi punta de flecha, aunque de nada serviría saber dónde se esconden; nadie se deja guiar ya por una vieja veleta.

Sobre la acera, un muchacho que curiosea tras la cinta de protección policial, reconoce a Ivana, la compañera, mientras es conducida hacia un coche patrulla.

—Cinco euros —recuerda entonces que le ofreció a esa chavala, hace meses, por el polígono del Portal, donde ella buscaba con desesperación un cliente.

Para el muchacho, aquello era barato, y encima se divertía haciéndose de rogar, regateándole un ‘especial’.

Soy de frío metal, pero hasta yo puedo saber que cuando un cuerpo vale cinco euros, entonces ‘la vida no vale nada’; son putas, están estigmatizadas y, las que sobreviven, lo hacen envueltas en el silencio.

Alena, Ivana y Leiza se atrevieron a gritar, y las tres encontraron ocupación en el Hospital gracias a la buena gente; cuidar enfermos en la noche.

Los reporteros buscan información, imágenes del cuerpo envuelto entre sábanas camino del furgón marrón que la conducirá al depósito. Con eso redactaran una escueta nota de prensa, sin alma, ya que todos los indicios apuntaban al suicidio de una joven desarraigada.

Será más tarde cuando, desayunando en su despacho, el alcalde ronroneará la noticia entre dientes.

La calle, parece bajo control.

Leiza, la otra compañera, dobla la esquina de la plaza y observa a Ivana rodeada de agentes y, más allá, el cuerpo de Alena dentro de un furgón; lo intuye. Se acerca, la abraza y se desgañita con un grito salvaje de dolor que hiela las fachadas.

—¡¡Alena!!

No debieron dejarla sola; esa noche, Alena libraba.


Uno de los policías rellena un formulario. Junto a él, otro pregunta a uno de los transeúntes.

Nadie vio nada.

Durante unos días, el barrio hablará del ‘incidente’. Luego, se la tragará la vida.

El informe del único policía consagrado a la ‘trata’, permanecerá sobre la mesa de su despacho del Arroyo hasta que un nuevo expediente lo cubra. Igual, con suerte, un fiscal valiente le clave el diente al sumario.

Así lo dirá la prensa. Así lo tratarán los políticos. Así lo vivirá el pueblo; para muchos, mujeres sin derechos.

Yo sólo soy la muda veleta de San Miguel.

Las cintas azules y blancas de la calle San Miguel han sido retiradas. El barrio retoma la normalidad y, desde aquí arriba, vuelvo a adivinar las huellas de los cascos que dejaron antaño los caballos en su trajinar cansino.

Éste es un barrio singular, surgido como arrabal. Ahora es populoso y céntrico, con palaciegas residencias en el que, pasada la Cruz Vieja, las casas son más moras, con hermosos patios cubiertos de flores y paredes encaladas, viviendas de vecinos donde se oye el flamenco que sale de entre los blancos visillos.

En un tabanco próximo, los más entendidos disertan sobre eso de que ‘hay un Jerez que recuerda a Nápoles’.

Entre tanto, al otro lado de la ciudad, las Adoratrices velaran el cuerpo nacarado de Alena.

Yo aún permanezco inmóvil; es lo que tiene ser veleta.

Dicen que con el poniente el aire es más limpio que cuando corre el levante. Doy fe.

Pronto habrá levante. Se huele.

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