LAS SANTÍSIMAS CRUCES

LAS SANTÍSIMAS CRUCES

El sol resplandece a través de la ventana. Aurora ama abrir los ojos, sentir su fulgor, su suave caricia en la piel y la claridad infinita que cunde en el cuarto. Desde que tiene memoria ha vivido en este edificio que permanece en el tiempo, en uno de los barrios más tradicionales y peligrosos de la capital: el barrio de Nuestra Señora de las Santísimas Cruces.

Parada frente a su ventana, suele disfrutar los esplendorosos atardeceres, momentos sublimes en que el sol empieza su retirada y la luna tímidamente se asoma entre las nubes. Desde hace un tiempo se viene diciendo que su barrio es para mirarlo hacia arriba, hacia el cielo, hacia las cúpulas de la Iglesia y los techos de las casas coloniales de antaño. Hacia los cerros orientales que rodean la ciudad y son un suspiro verde para los contaminados pulmones citadinos.

Aunque es un barrio temido y transitado con cautela por quienes lo desconocen, ella vive tranquila y confiada. Reconoce cada cuadra, cada esquina, cada construcción. Sabe que así como cunden los mal vivientes y los infortunados habitantes de la calle, hay un montón de familias que han vivido allí por generaciones. Gentes de bien que se acostumbraron a los duros cambios y aceptaron esa cohabitación entre la claridad y las sombras, entre lo legal y aquello que no lo es tanto.

Desde su privilegiada ubicación, ve las casas de antiguos habitantes del barrio: la de los Pratelli, artesanos provenientes de Italia, famosos por ser los escultores de la estatua del Divino Niño, venerada en la parroquia del 20 de Julio, al sur de la ciudad. Cuentan que el señor Pratelli mientras fabricaba sus piadosas figuras de yeso, acosaba a sus empleadas exigiéndoles favores sexuales a cambio de conservar su empleo.

La de los Bianchi, también italianos, reconocidos por sus embutidos artesanales, que eran las delicias de los bogotanos de otrora; dueños de el edificio más pequeño de la ciudad, situado en una esquina estratégica del centro, de extensión mínima, pero de ventas exorbitantes ; se veía a las personas hacer fila para comprar uno de sus famosos emparedados. De ese diminuto edificio, sólo quedan los recuerdos, las historias, los secretos.

Enseguida, la de los tres hermanos Suescún: dos mujeres que tocaban el piano y un hombre, que interpretaba el violín. Muy cultos ellos, daban clases de música a los descendientes de las familias prestantes del barrio. Los evoca siempre solos, callados, distantes. Su única relación con los vecinos, eran los fastuosos sonidos de sus instrumentos, ejecutados con talento sublime para deleite de todos.

También están las casas de los llamados «toches», aquellos que todos conocen y temen. Los vio esta mañana mientras celebraban con bombos y platillos, la salida de la cárcel de uno de sus más queridos miembros: el tío Facundo, que estuvo preso durante 10 años por micro tráfico de estupefacientes. Recuerda que ellos llegaron al barrio hace ya bastante tiempo, provenientes de un departamento del norte del país, compraron dos casas para prestar el servicio de hospedaje a personas que venían a hacer diligencias a la ciudad. Servicio que sigilosa, callada, lentamente, sin que nadie lo notara, fue cambiando a venta de drogas ilícitas.

Hace unos días, dio el pésame por la muerte de doña María del Carmen, matrona de otra de las familias tradicionales de las Cruces. Su esposo el maestro Ariza, músico de vocación y carpintero de oficio, adornaba las navidades con el agudo y penetrante sonido de su tiple, y vendía a los vecinos los rústicos muebles fabricados con ayuda de sus hijos, en su carpintería que sigue igual, como si el tiempo, incapaz de salir de allí, se hubiese detenido en su interior.

Y lo que nunca falta, cosa de todos los días: algunos agentes maltratando a algún adicto, algún joven que vaga sin rumbo por estas calles, junto a otros cuántos infortunados. Consumidores de las drogas que venden los «toches», en su negocio muy bien camuflado y protegido por las autoridades corruptas. Aunque los vecinos han interpuesto algunas denuncias , ha sido imposible desenmascarar y acabar el ilícito.

Mientras Aurora reflexiona sobre su exótico vecindario, alguien toca a su puerta. Está tan absorta en sus pensamientos que se asusta un poco. Cuando abre, se atemoriza aún más. Es el tío Facundo, el vecino de enfrente, -al que festejaban esta mañana, por su salida de la cárcel-. Lo saluda vacilante, mientras siente un sudor profuso y pegajoso invadiendo su cuerpo. El se presenta con desenfado y le pregunta si ya le tiene listos los «encargos» que le hicieron hace unos días. Aurora no entiende de qué le habla, el temor la tiene paralizada, no sabe qué contestar.

Miles de pensamientos se agolpan en su mente, imágenes aterradoras se suceden a mil por minuto en su cabeza. Quiere salir corriendo, que se abra un hueco en el suelo y escabullirse por ahí. O gritarle que ella no tiene nada que ver con sus «negocios» , que es una persona decente y jamás se metería en algo ilegal, que la respete y se vaya de una vez por todas de su casa.

Pero no logra siquiera balbucir una palabra y menos aún moverse un milímetro, siente sus pies como de plomo. El señor la observa desconcertado y le pregunta si acaso es doña Bertha, la modista a la que le trajeron unos pantalones suyos hace unos días para que los arreglara. Ella sólo mueve la cabeza en ademán negativo y le señala el piso de abajo. Don Facundo se disculpa por la confusión, le ofrece su mano en señal de despedida y se retira.

Aurora sólo atina a cerrar la puerta e intenta recuperar el aliento. Tiembla, como si hubiese estado a punto de caer a un abismo. Se sienta, se va tranquilizando y reflexiona: tiene serios prejuicios y un miedo irracional, hacia aquellas personas que ve hace tanto y a las que nunca dirigió una palabra. Ama su barrio, pero no se siente tranquila y confiada como ella creía.

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