–Mi padre nunca se acordaba de mi cumpleaños.
–Tu padre está muerto.
Los dos jóvenes que conversaban en la terraza del bar aquella noche de jueves eran pura bohemia. Se habían sentado en dos sillas de plástico, sin mesa alguna ante ellos, viéndose forzados a dejar sus botellas de cerveza sobre el frío suelo. Y es que no había hueco ni para un alma corrupta más en aquella plaza. A pesar del frío, el interior del bar estaba desierto. Solo estaba allí dueño del establecimiento, que deambulaba tras la barra mientras tarareaba a la vez que Jim Morrison –aunque un tono por debajo– la melodía que salía de los viejos altavoces que colgaban del techo.
–La muerte no le exime de culpa– el primero se llamaba Gabriel. Sus rizos castaños estaban recogidos por una cinta estampada. De cuando en cuando se acariciaba la incipiente barba con aires de intelectual, fuera cual fuese el tema que se estuviera tratando en la conversación, desde el más banal hasta el más profundo.
Miguel, que así se llamaba el otro, asintió exasperado.
–Y así todo, creo que deberías madurar.
Bien podría ser Miguel su antagonista, si no fuera porque, falto de capacidad de introspección, pobre iluso, no se daba cuenta de que eran exactamente iguales. Tenía Miguel una cicatriz en la mejilla izquierda, recuerdo que una botella de vidrio le había dejado durante una pelea en su adolescencia. Sus ojos azules contrastaban con fuerza con su piel oscura, y siempre tenía una actitud distendida y una vaga sonrisa en su rostro.
–Madurar, madurar… – Gabriel tomó una calada de su cigarrillo, costumbre que había tomado de su difunto padre, al que había tratado de disuadir durante toda su infancia un jovencísimo Gabriel, con resultado inopinado.
Una tos seca provocó una contracción momentánea del torso de Gabriel, y una sonrisa amarga en el rostro de su amigo.
–Ten cuidado– le dijo este–. Se te escapa la ironía dramática de los pulmones.
Siempre estaban allí. Cada noche de jueves, fuera invierno o verano. Tenía que diluviar para que fuera factible encontrarlos en el interior del bar, en una mesa pegada a la ventana, desde donde seguían mirando hacia la plaza aunque no pasara nadie.
Aún había más devotos de aquel lugar escondido.
En la mesa contigua estaba Amanda. Su pelo rubio, casi blanco, corto y despeinado, las pecas que iluminaban sus mejillas, todo su ser emanaba paz y calor. Leía un libro de tapa dura y muy maltratada por los cientos de manos por las que había pasado, pero la historia que contaba estaba más viva que nunca en la mente de la joven.
Jamás hubiera reconocido que las voces de sus vecinos en aquella plaza angosta y peculiar la estaban molestando, pero lo hacían, y cuánto. De vez en cuando levantaba la mirada de las páginas para observar, alzando una ceja, a aquellos dos idealistas, a cuál más especial. A veces le llegaba a los pulmones el humo de segunda mano de uno de ellos, que no había parado de fumar un cigarrillo tras otro desde que había llegado. Y su amigo le recordaba mucho a su hermano mayor, sensación que le angustiaba, a la par que traía una sonrisa discreta a sus labios. Él la había traído a aquella plaza por primera vez. Las paredes de los edificios, las baldosas del suelo y la música que salía del bar, todo susurraba el nombre de su hermano. Los años que llevaba sin verle cada vez se hacían más pesados.
Para cuando Amanda decidió cerrar su libro e invitar a los dos jóvenes a acompañarla en su mesa, el dueño del bar ya había dejado de tararear las canciones de la radio. Se había abandonado a su constante pesadumbre, sentado en un viejo taburete de madera mientras ojeaba el periódico del día. Solo leía los titulares, y todos anunciaban desgracias y contratiempos. No le hacía sentir mejor.
Era un hombre de unos 50 años, divorciado y padre de dos hijos a los que no veía más que una vez cada 15 días. Cuando lo hacía, vestía su único traje, compraba cuanto se les antojara a sus dos retoños y fingía que no tenía ningún problema. Es más, garantizaba que era feliz. Luego llegaba a su apartamento, abría la chirriante puerta de su dormitorio y se tumbaba sobre la cama. Lloraba hasta que le vencía el sueño.
Ninguno de los asiduos al bar sabía su nombre. Nunca se habían interesado por ello. Pero eran su familia, rostros que reconocería en cualquier parte y sonrisas amigas que le gustaba ver. Aquella plaza era su hogar. Era el único sitio en que sabía con certeza que, si desaparecía, se le echaría de menos.
La chica del pelo blanco, siempre tímida, siempre con un libro; los dos jóvenes con complejo de filósofos baratos que cada jueves discutían ante dos cervezas; el rostro familiar y melancólico del hombre tras la barra. Y otras tantas vidas que albergaba cada noche aquel lugar, unas más tristes, otras menos. Las conversaciones que habían escuchado con atención aquellos muros durante tantos años… Había cambiado todo.
Y, al mismo tiempo, nada.
El bar, los adoquines, las pequeñas ventanas que se asomaban a la plaza. Inmutables.
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