A LA ESCUCHA DE LA CONCIENCIA

A LA ESCUCHA DE LA CONCIENCIA

Un suspiro de agonía retomó el conocimiento. Los gemidos se prolongaban con una aspiración fuerte, el corazón y los pulmones comenzaban a funcionar. Regurgitaba gran cantidad de líquido que procedía del estómago, se agarraba a un trozo de madera flotante.

Abrió los parpados y por un momento pensó que estaba muerto, pero aún no, aún no. Intentaba salir del sueño, un sueño tan real como los cincuenta años que pertenecería a él, intentándole socorrer. Pero él nunca quería, poco caso me hacía.

No sabía que había pasado hoy, poco de ayer, incluso menos del mañana. Pero ahí seguía, volvía a sobrevivir como tantas veces anteriores, esta vez a las fuertes lluvias torrenciales dentro de las cloacas de unos alcantarillados.

Salía del subsuelo con dificultad, mojado y mugriento. Dejaba atrás a las ratas y se acercaba a la civilización. Él nunca se consideró alguien humano, estaba en un planeta que no era el suyo, a veces me lo contaba.

Se acercaba a un profeta ciego que pedía unas limosnas con el pequeño gorro. Le quitaba el poco dinero, la oscura gafa y el pobre ciego le espetaba:

El problema de las caretas, no es la privacidad que conlleve. Sino el no reconocerse así mismo. Tenga valor de quitársela, no sé avergüence. Sabrá quién es.

Salía corriendo en busca de toda clase de tipos de sustancias químicas: ilegales y legales. Para su consumo, para terminarme de matar, pero no lo lograría.

Al poco tiempo se encontraba con su camello, y él le decía:

Y en medio de una contemplación, me hundo en un mar adentro. Movimiento perdido, en el infinito bruno. Parpadeo, y me arrastran los flujos del éxtasis.

Cual, de vez en cuando le dejaba darse una pequeña ducha, se conocían desde la infancia. Se reflejaba en el espejo del cuarto de baño, se miraba y me hablaba:

—Conciencia, ¿estás ahí? ¿Aquí conmigo…?

Se enjuagaba la cara en lavabo.

Salía hacia su hogar, un hogar repleto de lujosas aceras y estrepitosos ruidos. No habían demasiados invitados, quizás porque era tarde o demasiado pronto.

Llovía, seguía lloviznando. Hacía calor, sudaba. Las gotas frías daban en el rostro, sobremanera entraban en el cuerpo, no sabía apenas si era frío o calor lo que penetraba en la piel, la vida pasaba. Deambulaba, volvía hablarme:

—Conciencia, ¿estás ahí? ¿Aquí conmigo…?

Proseguía, esta vez me hablaba sin fingimiento:

—Nuevamente existe mi engaño, y el abuso a través de un individuo nominado sinvergüenza, pérfido, estafador y marañoso, donde mi principal objetivo es hacer el mal. En mi mejor crecimiento o incremento de la verdad, como, de la misma manera siempre creía que me encontraba, pasaba a ser un ser cobarde. Así logrando potenciar mi riqueza con la ayuda de la persona humilde, profesional y trabajadora. Oprimiéndola, acongojándola y fatigándola, para así pues en un estado de inquietud, pudiera dar de comer a mis vicios.

Terminaba los consumos tóxicos y otra vez de nuevo lo perdía.

Le quise hablar en este nuevo sueño profundo, entre las mezclas de tantas pesadillas, me pronuncié y le hablé:

Aunque no lo sintieras, tú seguías indudablemente exhalando. Inhalabas pequeñas partículas volátiles, acogidas en el encapsulado cilindro donde te encontrabas. Dentro de tu hermetismo cerebral, seguías pensando. Deducías que tú aún puedes ser alguien dentro de una sociedad racional.

Padecía la sal de sus lágrimas entre el sollozo desconsolado, sonreía. Incorporándose, se secaba el sudor frío de su frente, y emitía unas sutiles palabras:

No tengo por qué obligar a dar más lástima, no seré feliz pero tengo que quererme.

A continuación siguió divagando, desunía de su brazo, nariz y paladar, las sustancias condenadas a las penas eternas.

Tú respiras, Tú lo sientes.

Pasaron veinte años, y la vida de Miguel cambió. Aquí lo tenía, sentado cerca de una fogata, en una humilde chabola, conversaba con uno de sus nietos, tenía cuatro, este sería el más pequeño. Les escuchaba.

Abuelo, ¿qué es la conciencia?

—Tú, ¿qué edad tienes? ¡Pequeño!

A la vez que hablaba, le tocaba la cabeza con la palma de la mano.

Yo, cumpliré dentro de pocos días dieciocho años.

—Me haces una pregunta muy importante, te contaré una historia de calle: La conciencia es algo que tenemos en nuestro interior sin ser visible con gran importancia. Que muchos de nosotros no la escuchamos, menos aún hablamos con ella. Yo siempre fui un ser complicado, pese a mis grandes problemas de adolescencia por estudiar en la calle saqué mi licenciatura, y llegué a ser un directivo, gané dinero, mucho dinero, hice mucho daño a muchas familias. El abuso de poder, solo me hacía pensar en mí, en el yo, en el absurdo y duro egocentrismo. Lo perdí todo, quedé huérfano en el no pensar, en el no saber lo que es la noción del tiempo. Mi conciencia me salvó la vida, o, igual ella misma se la salvó. La conciencia puede ser el control de lo que hagas, la acción con la que actúes, nunca se le debe abandonar, y hay que hablar mucho con ella, a solas, y nunca mentirle.

Me costó buscarte abuelo, en la familia te daban por muerto. Llevan sin verte nadie desde que llegaste a entrar en prisión por matar a la abuela, mi madre y mis tías. Sigues consumiendo mierda, mucha mierda.

Un fuerte fogonazo observaba el amigo montado en el coche en un camino de arena. Llegaba Miguelito sudoroso por la carrera, se montaba en el vehículo y cerraba la puerta. Cabizbajo le hablaba al amigo:

Arranca, ya descansa mi conciencia.

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