No era la primera vez que experimentó aquella sensación de alerta que le avisaba de un inminente peligro. Comenzaba con una especie de sacudida voltaica que le recorría la columna vertebral para desembocar con un latigazo en la base de la nuca erizándosele el vello. Son restos atávicos, rudimentos que la especie humana conserva fijados en el soporte intangible del ADN y que Rigoberto el Navajas preservaba de forma consustancial por los años de alerta continuada en los que tuvo que vivir mientras cumplía condena en la penitenciaría.

Fue por una estupidez, en una de esas desenfrenadas noches de puterío y whisky; un empujón inopinado y una discusión a puñetazo limpio confluyó en hábil golpe de rejón que le terció el corazón a la otra parte en disputa, resultando ser el interfecto jefe de una banda patibularia que le hostigó durante el tiempo de reclusión con el objeto de cobrarse la afrenta.

Cuando salió de la cárcel los secuaces del muerto juraron que darían con él allá donde se ocultase.

Rigoberto se detuvo tratando de vislumbrar alguna forma humana entre el bosque de sombras del callejón. Con el manojo de llaves dispuso un arma a modo de puño americano y buscó un palo o una barra de hierro lo suficientemente intimidatoria.

El silencio estaba trufado con los maullidos de los gatos y por los insistentes ladridos de los perros excitados por la algarabía. Bulla fructuosa para los perseguidores que encubrieron en ella sus pasos.

— ¡Quién anda ahí!- profirió desafiante, sin obtener más respuesta que una estampida gatuna que tumbó un cubo metálico de basura.

En las ventanas que daban al callejón no se habían encendido aún las luces, era como si los moradores de los ruinosos inmuebles hubieran conspirado para cegarle el camino que recorría casi a tientas entre el perenne olor a orín y a Zotal.

Maldijo el no haber llevado consigo la navaja, en cuyo uso era perito, como ya sabemos, pero se había prometido a sí mismo prescindir en lo posible de ella por la consabida mala conjugación habida entre su carácter impulsivo y el alcohol…

Era evidente que le estaban siguiendo.

Posiblemente su hazaña eliminando de una certera estocada al jefe de la banda y su eficaz defensa ante los persistentes ataques de sus acólitos en la cárcel le hizo ganarse el respeto de sus enemigos que buscarían el momento propicio para echarse sobre él sin temor a correr la suerte del extinto cabecilla, por eso lo perseguían con la precaución que hay que tener ante un navajero hábil, curtido en innúmeras trifulcas en las que, a excepción de los años de presidio, sólo perdió calidad estética, puesto que una cicatriz en forma de media luna le terciaba la mejilla derecha y otra en zigzag iba desde la frente hasta el pómulo izquierdo interrumpiéndose ilesamente en la zona del globo ocular.

Salió del callejón y continuó por la avenida oportunamente iluminada hasta que creyó encontrar refugio en una taberna.

Cuando entró se hizo el silencio. El jaleo primigenio de risotadas, bronca, toses y musicantes se había tornado en silente atmósfera. A continuación entraron a tropel unos tipos malencarados: eran los emboscados perseguidores del callejón. El último en entrar trabó la puerta clausurando el antro y acotando la única vía de escape a la presa.

El jefe de la banda amenazó a Rigoberto con una navaja, sentenciando que le había llegado su hora. El camarero arrojó un cuchillo a Rigoberto pero no con lesiva intención sino en socorro ante su estado inerme.

— ¡Estás muerto!— gritó el jefe de la banda al advertir el gesto.

— ¿No querrás que se corra la voz de que eres un cobarde? —espetó el camarero.

—El viejo tiene razón— dijo alzando la mano para detener a los correligionarios que ya se arrojaban sobre el camarero—, que tenga la opción de defenderse. Nadie va a ir con el cuento de que maté a un hombre indefenso.

Rigoberto, agradecido, empuñó el arma, enredó la chaqueta en torno a su brazo izquierdo, reculó hasta topar con la pared anulando cualquier ataque por la retaguardia y esperó el envite.

El jefe envío a dos de sus hombres a batirse con Rigoberto, alias el Navajas, que hizo honor al apodo al propinar dos expertos golpes de cuchillo a cada uno de los atacantes que cayeron malheridos. Eran cinco los que componían la banda y ya había finiquitado a dos. Los otros tres se lanzaron sobre Rigoberto que, en esta ocasión, no pudo contener la profusión de navajazos que iban y venían, pero aun herido seriamente, se deshizo de otros dos quedando en clara desventaja frente al jefe de la banda. Cuando éste se dispuso a rematarlo le sujetaron la mano y se la torcieron hasta que soltó el arma. El camarero lo miró con desprecio y a una señal suya los parroquianos que antes cantaban, bebían y jugaban a cartas se abalanzaron sobre él como lobos cosiéndole a puñaladas.

Rigoberto, tirado en un rincón, trataba de ralentizar la pérdida de sangre que fluía de sus heridas con burdos torniquetes hechos con jirones de su camisa.

— ¡Vete! — ordenó el dueño de la taberna.

Rigoberto, renqueando se marchó sin comprender lo que acababa de suceder.

De lejos pudo ver cómo regaban con gasolina la taberna y le prendían fuego.

Oficialmente el incendio pasó por un accidente fortuito en el que ni el dueño de la taberna ni los demás clientes pudieron hacer nada por salvar a los que quedaron dentro.

Rigoberto siempre se preguntó por qué aquél hombre actuó así.

Transcurrido un año de aquellos sucesos se topó con él. Le acabó confesando que cuando entró en la taberna le reconoció por la foto que sacaron de él en el periódico el día que liquidó de una puñalada al desalmado que solo unos días antes había matado a su hijo.

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