Nada ni nadie lo vio esa noche, a pesar del concurrido barrio incluso en horas de trampas. Salió en busca de aire y de olvido.

La luz colgante en el medio de la calle suavemente se balanceaba por el viento norte, húmedo, caluroso. Terminaba de hacer el amor, desenfrenado, doloroso. Ella, desnuda, satisfecha y exhausta ya dormitaba.

Encontró en su bolsillo delantero un encendedor antaño y un cigarro, esbozó una simpática mueca y lo olió prometiéndose ser el último, lo sería.

La puerta metálica con salida directa a la urbe hizo un chirrido molesto, patético. Sonrió al pensar en arreglarla. Una vieja paloma que soñaba ser águila voló cerca de su cabeza, en busca de otro refugio, asustada.

Encendió el tabaco, inhaló su última bocanada. Sacó del bolsillo trasero de su jean gastado la navaja. Había sido un regalo de su padre, bien conservada. Miró su torso sin ropas y sus pies descalzos; un frío electrizante subió por su planta izquierda del pie y recorrió un largo hasta sus testículos; recordó el sexo. Tomó aire llenando sus pulmones, sin miedos, con la decisión prácticamente tomada.

Pensó una vez mas si era lo correcto y miró al cielo en busca de la luna, tal vez pensando en un escape a su determinación. No encontró nada.

Tomó el arma afilada con su mano derecha; calculó el ángulo de ingreso bajo su ombligo y sin dudarlo se hundió una precisa cuchillada. Preso del dolor pero sin arrepentimiento extrajo la navaja y acertó otro golpe, esta vez un poco más arriba, simétrico en su fuerte pecho. Cayó de rodillas, ya sin pesar alguno, ya sin angustias.

Divisó el entorno una vez mas pero su vista no podía hacer foco. Se desangró ahí, sobre el empedrado, sin testigos, en la madrugada.

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