Recuerdo que tenía medida la calle de la infancia. En ese tiempo reducía a cincuenta y cuatro pasos la distancia que había desde mi casa hasta la tienda de víveres, cuando iba de mandado. Un día dejé de contarlos, fue cuando vi pasar a Marian en su bicicleta de varón. Me miró un instante y perdí la cuenta, igual me olvidé del mandado y del tiempo de mi ausencia que mi madre calculaba, con la evaporación de unas gotas de agua sobre el patio soleado.

Soporté la reprimenda como si no fuera conmigo. Cuando uno porta doce años y tiene tanto ruido en la cabeza, una mirada de ese calibre es capaz de destrozar la infancia y enajenarnos el mundo conocido.

Desde ese momento la calle cuatro fue mi objetivo. Esa calle empinada, de cuadrantes de concreto y lavada a menudo por las lluvias, me esperaba cada día a la misma hora de la tarde para ver la aparición. Yo me sentaba en la acera más alta de la cuadra y podía apreciar como Marian reducía la velocidad de su bicicleta de varón para mirarnos. Eso era todo. Verla venir e irse con la brevedad de su mirada, se transformó en el sentido de mi existencia.

Luego de un mes dejó de pasar. Conmocionado esperé varios días y nada. Indagué entre mis conocidos, la busqué por los alrededores. Me aventuré a distancias prohibidas por mis padres. Todo fue en vano. Marian había desaparecido. Asumí que algo malo le habría pasado. Sin embargo,luego comencé a culparme, a percibir mi timidez como el motivo de su cambio.

Renuncié a mi afición callejera. Me inicié en la lectura de novelas, escribía versos cursis y me aprendí las canciones de Fabio y Serrat que mi hermana escuchaba desde sus discos de vinilo. Pero no podía olvidar a Marian y si no salía a la calle a la hora prevista me asomaba a la ventana por alguna probabilidad.

Una tarde salí a buscar a mis amigos para ir a la cancha de futbol. En la esquina, sentada en un banco de concreto y sosteniendo su bicicleta, estaba Marian.

  • – Al fin llegas – me dijo, directa.
  • – ¿Me esperabas? – vacilé sorprendido.
  • – Si, necesito que me hagas un favor, ¿Podrás?
  • – Si –respondí automático
  • – Aun no sabes que es
  • – No importa, haría cualquier cosa por ti.
  • – ¿En serio?, ¿tanto así me quieres? – repuso Marian, dócil.
  • – Si, desde aquél día. ¿Qué quieres que haga?
  • – Aguarda, ya te digo, siéntate a mi lado.

Al instante me senté. La calle estaba sola, sin autos, sin personas caminando o asomadas en puertas o ventanas. Me dijo su nombre, su edad. Y sin pudor me detalló los motivos por los cuales me había elegido. Luego me designó como su mensajero. Tomó mi mano que se impregnó de sudor, como mi espalda. Sentí los golpes ansiosos de mi corazón. Estuvimos en silencio un buen rato. Aspiré su aroma de flores, intimo, extenso. Hasta su aliento despedía ese olor. Ya sin sorpresa recibí el beso. Esa caricia restringida a mi edad y que tenía el sabor de la verdad absoluta. Degusté la humedad exquisita, sin prisa, sin reglas, sin inhibiciones, hasta que Marian decidió separarse. Me instó a levantarme y a cumplir con mi palabra.

  • Debes ir a mi casa y decirle a mamá que estoy bien, que la esperaré.
  • Y porqué no vas con ella – interrogué intrigado.
  • No puedo. Ahora vete.

Me despedí, caminando en dirección al sitio donde me había indicado estaba su casa. Por un instante voltee y la vi de espaldas enfrentando el atardecer con actitud serena, los colores de la hora aportaban a su imagen un carácter sublime, irreal. Una inusual tristeza se apoderó de mi ánimo, hice un ademan de impotencia y proseguí.

Caminé diez cuadras calle abajo. Al fin estaba frente a la casa indicada. Me extrañó ver la bicicleta de Marian asegurada con una cadena a un tubo del pasillo, eso me detuvo. Sin embargo, golpeé a la puerta. Una mujer delgada de mediana edad salió a recibirme. En sus manos traía un ramillete de flores con el mismo aroma de Marian. Se me quedó mirando fijamente.

  • – ¿Esa es la bici de Marian? – pregunté confundido.
  • – Es de su padre, pero ella la usaba – susurró la mujer.
  • – ¿La usaba? ¿Dónde está ella?
  • – No está, se ha ido – la mujer sollozó – un cáncer se la llevó hace tres meses.

Quise correr, gritar, llorar. Pero fue imposible. Me quedé petrificado viendo como la mujer ataba las flores con una cinta lila. Mi mente era incapaz de asimilar lo que estaba ocurriendo. La mujer se acercó al percibir mi estado.

  • – Estás temblando, muchacho.

Asentí en silencio, pero su voz y calidez me dieron el valor para componerme. Suspire profundo, le tomé una mano.

  • – Ella quiere decirle que está bien y que la esperará. – le indiqué decidido.
  • – Gracias – alcanzó a decir.

La mujer me abrazó. Lloraba. Acarició mis cabellos y separándose me entregó una de las flores.

Yo me fui sin voltear, casi atolondrado. Caminaría despacio por mi calle cuatro. Con su inclinada pendiente y sus cuadrantes de concreto. Al final me sentaría en la banca de la esquina, con algo de miedo a rememorar el beso vivo de Marián, el día real de su despedida.

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