Recuerdos de una vida

Recuerdos de una vida

Marcell Erde

05/03/2018

El olor a pescado fresco le transportó a su época como marinero cuando una apuesta le llevó a enrolarse en un atunero que faenaba en el Canal de Mozambique, Madagascar y el archipiélago de Chagos. La calle había cambiado radicalmente tras su marcha a Estados Unidos hacía más de 30 años. Solo quedaban curiosamente en esa calle la pescadería de toda la vida y una pequeña tienda de cerámica típica granadina. Lo demás había desaparecido y había dejado paso a una amalgama de establecimientos habituales en cualquier ciudad española, una tienda china, una tienda informática, varios bares nuevos totalmente reformados con grandes cristaleras y cartas con tapas tipo «Nouvelle Cuisine» que tenían sabores evocadores pero que no llenaban ni a un chihuahua…

Eusebio, que así se llamaba, había vuelto de su patria de acogida por la muerte de su madre. No es que no la hubiera visto en tanto tiempo, sino que ella pasaba largas temporadas al otro lado del Atlántico en la casa que su hijo tenía a las afueras de Boston cosiendo interminables tapetes con intrincados bordados donde nunca faltaba una granada. Él creía, no sin razón ya que era muy perspicaz, que su madre había vuelto a la capital del antiguo reino nazarí para morir en su casa, en su barrio de toda la vida, a tiro de piedra de la Alhambra, estandarte del bello rincón a las faldas de Sierra Nevada. Su hermana le llamó 2 días antes anunciando tan desgraciado incidente. Se la encontró muerta en la cama con la sonrisa que siempre le había acompañado.

Taciturno, paseaba por el barrio deambulando sin rumbo absorbiendo de forma imperceptible y subconsciente cualquier atisbo de posibles recuerdos de su infancia y adolescencia. A pesar de tan notorios cambios en calles, adoquinados, iluminaciones, establecimientos y edificios se respiraban aún esas imágenes nostálgicas que pasaban como diapositivas por su mente…los niños con calcetines hasta la rodilla corriendo y jugando a la pelota en cualquier plaza con un trozo de palmera de chocolate o el típico bocadillo de pan con chocolate «Elgorriaga», los «minis», «seat 600» o «vespas» sorteando todo tipo de obstáculos, incluidos ellos mismos, los gritos en las calles, las interminables conversaciones entre marujas en patios, portales o en la puerta de las tiendas llamando a voces continuamente a sus crios…»Paquito, cuidado con los coches, no te vayas a manchar que te zurro», las furgonetas con leche «Puleva» perfectamente conservada en botellas de cristal de 1 litro, las partidas de Dominó de los mayores en los bares de toda la vida donde fumar estaba no solo permitido sino que era casi una necesidad perentoria.

Se dejó llevar Eusebio por todas esas fluctuaciones sinápticas que añoraban tiempos pasados pero que se diluían en los albores del tiempo. Sin embargo, tras las ensoñaciones melancólicas y abstrayéndose de la pena que le embriagaba por el fallecimiento de su progenitora, no dejó de observar que las particularidades que siempre mencionaba de la vida de la calle de su querida tierra natal se habían en gran parte no solo evaporado, sino mimetizado con las que bien conocía en el país yanqui. Los gritos habían dado paso al silencio del obnubilamiento de los Smartphones, plazas vacías y enormes sin apenas árboles para resguardarse del calor donde no había ninguna criatura jugando, la carnicería, frutería, mercería,etc habían dado paso a supermercados donde podías encontrar casi de todo, la ropa colgada de mil y un lugares inverosímiles habían dado paso a un incontable elenco de aires acondicionados, los bolardos con los que ya se había tropezado en varias ocasiones impedían que ningún «incauto» se atreviera a meter 5 cm su coche en la acera…

Casi en estado de Shock y siendo consciente de que todo había evolucionado, no pudo dejar de sentir un escalofrío inquietante que le laceraba y le hacía sentirse extraño. Siguió caminando observando ahora sí todo con detalle, quería encontrar alguna calle auténtica, sin rasgos evidentes del paso del tiempo, al menos en cuanto a modernidad se refiere, y se dirigió, seguro de sí mismo, a la parte alta de la ciudad, al barrio del Albaycín. Subiendo la calle Calderería Nueva donde están la mayor parte de las teterías y puestos peleteros y de recuerdos morunos de la ecléctica urbe, comenzó a perderse en el conjunto interminable de pequeños vericuetos y plazas de ensueño con vistas a la Alhambra y entonces sí volvió a sus años de infancia cuando se liaban a pedradas entre bandas rivales o cuando competían entre los amigachos para ver quién lograba escupir más lejos o darle a un gato con un tirachinas casero. Incontables figuras y estampas como si de postales se tratase se agolpaban en su cerebro y henchido de gozo buscó una plaza donde sentarse y disfrutar del abrego el cual no le molestaba en absoluto ya que el día era cálidamente soleado.

Su hermana le llamó precisamente tras unos minutos disfrutando de esa reconfortante soledad y él le envió la ubicación. Cuando Beatriz llegó a la plaza sin decir ni una sola palabra se sentó a su lado. Se cogieron las manos en un acto reflejo, inconsciente e inocente y ambos comenzaron a llorar. Sus lágrimas no obstante no eran de tristeza, las cuales también habían por supuesto ya derramado. Sus lágrimas eran de felicidad puesto que aún se tenían ambos, porque este era su sitio, el de los dos.

Una pareja de guiris, bajando posiblemente del mirador de San Nicolás, caminaba hablando alegremente y se fijaron en ambos hermanos, comenzaron a imaginarse la historia de ambos y al verlos en un amago de sollozo erróneamente entendido pensaron que eran pareja y como cada día era más habitual, se estaban dando un último adiós y se iban a divorciar. Lo que no sabían era que ambos estaban en su hogar y que acababan de contemplar uno de esos fugaces instantes de felicidad compartida que hacen que la vida sea maravillosa, a pesar de todo…Y Eusebio ya no volvió a América, estaba donde tenía que estar.

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