Felicidad Interrumpida

Felicidad Interrumpida

Alejandra Paula

01/03/2018

Mi mujer y yo estábamos sentados en la vereda de nuestra cuadra. Era una tarde de verano y el ventanal que daba al dormitorio estaba entreabierto.

Felices, celebrábamos un logro que nos costó años.

Nuestro hijo Manuel finalmente había aceptado el tratamiento de ortodoncia. Llegábamos de retirar los brackets cerámicos transparentes que él necesitaba.

Eran realmente especiales y el costo fue tan elevado que tuvimos que vender nuestro pequeño auto para solventarlo.

No nos importaba quedarnos a pie. Vivíamos en las afueras del centro de la ciudad y nuestro pequeño auto nos evitaba viajes largos y apretujones en los micros de larga distancia que nos llevaban a nuestros respectivos trabajos. Sin embargo, ambos estábamos dispuestos a pagar ese precio por la alegría y felicidad de nuestro hijo.

De todas maneras nos sentíamos afortunados ya que finalmente Manuel dejaría de recibir las burlas de sus compañeros por tener los maxilares deformados, acarreando así, una dicción imposible de descifrar.

Nos había llevado dos años antes que aceptara dejarse ayudar. Psicólogos, psicopedagogos y familiares colaboraron en este camino.

Era imposible comprenderlo, nos entendíamos prácticamente con lenguaje de señas ya que sus maxilares estaban tan juntos que su paladar, dientes y lengua no dejaban lugar para las palabras.

Habíamos comprado una pequeña botella de licor para festejar este gran logro y teníamos el preciado aparato en el alféizar del ventanal como si fuera un tesoro. Mientras bebíamos y saboreabamos unas masas no podíamos dejar de agradecer el futuro que tendríamos. Los pocos vecinos que se paseaban a esas horas miraban con curiosidad ese paquete envuelto con papel de seda. Eran vecinos de toda la vida y sabían, sin preguntar, lo que probablemente contenía ese paquete.

Sabíamos que el primer cambio vendría recién en un par de meses, pero confiábamos plenamente en el profesional que siempre nos guío con extrema sabiduría.

En un momento de la tarde, después de un par de copitas de licor, miré hacia la esquina y observé una figura moverse. Una figura que no parecía ser un humano.

Pensé que era producto de mi imaginación. Pero no. Un tigre de Bengala se asomaba por la vuelta de la esquina del bar del pueblo.

Miré a mi mujer para confirmar que solo esto era producto del alcohol. Nunca fui muy fuerte con el tema de la bebida y asumí que esas copitas ya me habían mareado.

Mi mujer se frotaba la nariz al mismo tiempo que emitía unos sonidos guturales de la misma manera que le ocurre cada vez que se pone nerviosa. La masa de crema y dulce de leche que tenía en su mano izquierda cayó al pavimiento. Algo andaba mal.

El tigre trepó el ventanal de una manera elegante y suave, logró vencer las rejas con sus garras haciendo espacio para que su cuerpo pudiera ingresar y corrió la frazada de nuestra cama para reposar junto a nosotros, del lado de adentro de nuestro hogar.

Nosotros lo mirabamos de afuera, cual vecinos curiosos mirando una escena de sexo en silencio.

Creo que no pasó más que un minuto hasta que el dijo sus primeras palabras. Pero para mi fue un momento eterno.

  • “¡Que tarde calurosal!” – Dijo el felino muy tranquilo. Sus palabras no eran claras, pero lográbamos entenderlo con esfuerzo.
  • “Fue un largo día y necesitaba un descanso. He comido demasiado y no pude digerir bien el alimento”. Cuando terminó esta frase, estiró sus garras pidiendo el vaso de mi mujer, quién se encontraba conmigo en la vereda, y se sirvió el licor que quedaba para tomarlo en pequeños sorbos.
  • “Nunca encontré demasiado placer en el alcohol, pero tengo la comida aún atravesada en mi garganta, así que necesito líquido con urgencia. Espero no haber interrumpido nada importante y lamento haberme presentado de imprevisto. Es que cuando aviso, la gente prepara banquetes que ultimamente me causan una especie de reflujo que mi cuerpo no está tolerando.”

Mi mujer y yo no lográbamos emitir sonido alguno.

Luego de un pequeño silencio, el tigre volvió a hablar.

  • “Mis incisivos están desgastados, me está costando desgarrar a mis presas. Mis molares y premolares me están impidiendo masticar y todo esto hace dificultosa la digestión y como ustedes se darán cuenta tampoco puedo comunicarme como lo hacía antes.”

Mientras el tigre lograba armar estas frases, con sus garras tomó la caja azul donde estaban los brackets de Manuel. Cuando la abrió y vio lo que había en su interior inmediatamente se los puso y nos dijo:

“Disculpenme, es lo único que voy a llevarme, sé que para ustedes no será ningún inconveniente”.

Con estas últimas palabras salió nuevamente por el ventanal, mientras Manuel entraba a casa después de un largo día de colegio.

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