Mi calle es estrecha, en cuesta y llena de edificios. Llevo viviendo en ella toda la vida y conozco a todos mis vecinos y ahora a sus nietos. Nada ha cambiado en ella desde que yo era pequeña, sólo las arrugas en nuestras caras y las pinturas de las fachadas. Sigo comprando el pan en la misma panadería, aunque el pan ya no sea tan bueno, y tomando el café en el bar de la esquina, aunque haya cambiado el descafeinado por té verde, cosas de la modernidad. Pero de un tiempo a esta parte algo ha cambiado en mi calle: unos vecinos nuevos han alquilado el ático enfrente al mío. Son muy peculiares, saludan a todo el mundo con una gran sonrisa en la boca, siempre van abrazados o cogidos de la mano y nunca bajan las persianas ni cierran las cortinas aunque los edificios estén casi tocándose unos a otros. Algo que para una gran cotilla como yo es una enorme tentación. Y más cuando a través de una ventana abierta, una mañana ociosa de domingo, a una cuarentona aburrida de todo se le regala, como una ofrenda de dioses, la más maravillosa de las visiones. Me asomo sin recato a mi ventana y allí están ellos.

La luz dorada del sol temprano resbala por el cuerpo de la mujer desnuda cubriéndolo de resplandenciente caramelo tostado. Ella abre los ojos y sonríe. Sabe que la mirada de él está recorriendo todo su bello cuerpo. Y vuelve a cerrar los ojos y deja que él crea que sigue dormida. Puede intuir cómo su mirada pasea golosa por sus piernas. Desde la curva de sus tobillos, sus ojos ascienden por sus pantorrillas espléndidas, siguen la curva hasta llegar a los muslos, rotundos, poderosos, pletóricos de fuerza para caminar vigorosos por la vida. Ella se mueve mimosa, perezosa, permitiéndole que su mirada goce del resto de su anatomía.

Él sabe que ella se hace la dormida, pero no dice nada. Sigue acariciándola con sus bellos ojos negros. Cuando la mujer se voltea, él saborea con la mirada su magnífico culo. Nunca ha habido colina más bella que esa profunda curva, tan perfecta que dan ganas de perderse para siempre en ella. El hombre acerca su boca a los elevados glúteos, que se ofrecen como en un sacrificio de amor, y acerca suavemente sus labios a ellos. Posa un ligero beso que ella recibe como si un pétalo de rosa cayera sobre su piel. La boca termina el beso y los labios siguen recorriendo las curvas de su esplendoroso cuerpo. Su piel huele a arroz con leche, con mucha canela y una pizca de limón, y sabe que podría devorarla allí mismo. Pero no lo hace, sigue disfrutando de la carne, de la piel, del olor de su amada.

Cuando él le besa el culo, ella sabe que nunca podrá ser más feliz. Cuando él pasa sus labios por la hondonada de su espalda, su piel se eriza, alcanzando el mayor éxtasis desde los tiempos de Santa Teresa. Toda su carne es suya, sólo él sabe disfrutarla. Nota su nariz aspirando su aroma, besando su cuerpo, adorando su respiración.

Vuelve a moverse, despacio, casi sin desplazarse, y le ofrece su vientre. No un vientre hundido, sino un lago de carne dulce en el que navegar buscando el centro del universo, su ombligo, perfecto, redondo y oscuro. Un negro abismo en el que precipitarse para buscar la salvación. Y después de haber encontrado la calma volver a perderla ante el anuncio de los pechos. Carne salvaje moviéndose libre a cada movimiento de su dueña. Esferas tremendas llenas de fuego que abrasa sin miedo a las quemaduras. Carne rosada en la que reposar la cabeza y saber que estás salvado.

Ahora sí que la mujer abre los ojos. Gira la cabeza y le ve. Sabe que es suyo, que le tiene embrujado con su cuerpo. Y ella sabe que no quiere ser de ningún otro hombre. Sólo quiere ver sus curvas en el reflejo de sus ojos negros. Sólo quiere que sus manos le digan que es bella.

Y bella y tentadora, le brinda sus más de noventa kilos de hermosura a su amado.

Y una cotilla derrotada llora de emoción viendo el amor a través de una ventana en una calle estrecha.

Calle Don Bosco.

FIN

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