Intentaba no pasar por ese cruce, por esa calle, y cuando lo hacía tenía la capacidad de teletransportarse como si fuera un integrante más de Star Trek a una tarde de hacía más de 20 años en la que iban a celebrar la entrada de 1998.

Sus padres como muchos días, por no decir todos, acompañaban a su hijo mayor al trabajo que estaba relativamente cerca del domicilio familiar.

Paseaban comentando todo tipo de noticias o cotilleos del barrio, otros días sin embargo llegaban al trabajo de Antonio y no habían abierto la boca no les hacía falta, su hijo se limitaba a darles un beso en la mejilla a la vez que les susurraba en el oído “hasta mañana, os quiero”.

Él entraba en el ambulatorio donde realizaba su trabajo y sus padres volvían a casa dando así por finalizado el paseo diario.

En Navidad, solían subir a comer las uvas con él y sus compañeros, no tenían demasiado jaleo a esas horas. No les importaba que los padres y hermano de su compañero se acercaran y brindaran con ellos. Además la madre de Antonio, nunca llegaba con las manos vacías.

Un año más volvía a teletransportarse. Siempre al mismo año y la misma hora, lo odiaba, no quería, su cuerpo luchaba no quería ir. Pero su cabeza mucho más ladina, le engañaba y se lo volvía a llevar.

Y como si se tratara de algún perverso ritual se paraba en ese cruce, en esa calle y volvía a vivir aquella tarde del 31 de Diciembre de 1997, donde un autobús que se dirigía a las cocheras sesgo la vida de sus padres.

Él falleció al instante, ella con el poco resuello que le quedaba pudo llegar a abrazar a su marido y dar la última bocanada de vida que le quedaba. Antonio, impasible con los ojos muy abiertos miraba la escena, no escuchaba los pitidos de los demás vehículos, arrodillado junto a sus progenitores, no derramaba ni una lágrima. Recordaba las palabras de su padre cuando era pequeño diciéndole “los hombres no lloran, Antoñito” sujetándole fuertemente la mano.

Han pasado más de 20 años, Antoñito seguía sin llorar, psicólogos, psiquiatras le dijeron que era bueno llorar, que debía pasar el duelo. Él quería intentarlo, pero su cabeza mucho más rápida que él, no le dejaba, diciéndole una y otra vez “los hombres no lloran, Antoñito”. Si vamos una vez más puede que está vez no se los lleve el autobús. Vamos, venga vamos.

Y volvía a ese cruce a esa calle, donde nunca pudo conseguir meterse debajo de las ruedas del autobús para poder salvar la vida de sus padres. Donde la escena era siempre la misma, el arrodillado junto a ellos, los pitidos de los coches, las sirenas del Samur, sus compañeros recogiendo los cuerpos sin vida de sus padres y el arrodillado en el paso de cebra, sin parpadear. Siempre en ese cruce, en esa maldita calle.

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