El rapazuelo permanecía sentado en el escalón de entrada a la casa de vecinos donde residía con su familia, sosteniendo en sus manos un trozo de pan que intentaba no volcar para evitar mancharse con el aceite que reposaba en su interior. El cuadro representaba una de las escenas habituales de la España rural en la década de los sesenta del pasado siglo veinte, o sea, la merienda diaria por medio de una hogaza de pan con parte de la miga extraída para poder introducir en el espacio liberado un chorreón de aceite, que era tapado seguidamente con el propio migajón desalojado. Un complemento vitamínico conocido popularmente como «hoyo», de uso muy frecuente en los pueblos andaluces de la época.

Juanito solo tenía diez primaveras. Mientras mordisqueaba la corteza de aquel pan de barrio, horneado hacía escasas horas pocos metros calle arriba, se distraía viendo como deambulaban las personas a través de una calle por la que apenas pasaban coches. Los niños jugaban en medio de la calzada sin miedo a interrupciones, que solo se producían de forma ocasional. El rapaz engullía con tenacidad la merienda obligatoria impuesta por su madre en sede familiar, como requisito imprescindible para poder retomar el juego junto a los otros niños.

La voz de Manolo «el flaco» pregonando las delicias del producto que ofrecía al vecindario de puerta en puerta, despertó su atención. Todos los días, a media tarde, cuando algunos privilegiados disfrutaban de un buen café acompañado de pasteles, era el mejor momento para colocar la tentación al alcance de la mano. Manolo hacía honor al apodo por el que era conocido en todo el pueblo, ya que su cuerpo contenía menos carne que un chanquete en invierno. Debido a su extrema delgadez, los pantalones y la chaqueta que conformaban su uniforme de trabajo, ambos de color blanco aunque desteñidos por el uso, bailaban como bandera al viento encima de su osamenta. Un palo de chopo vestido hubiera mostrado más envergadura que el cuerpo de Manolo.

Cuando doblaba la esquina de la calle Salvador Rueda de Vélez-Málaga, conocida en el argot popular como «Coronada», y enfilaba aquella larga travesía hasta desembocar en la Plaza de San Juan de Dios, ya llevaba una buena cohorte celestial de zagales arropando el canasto. Porque Manolo se dedicaba a vender pasteles a domicilio que transportaba por medio de una amplia bandeja artesanal construida a base de cañas entrelazadas, sobre la cual los dulces descansaban cuidadosamente depositados y expuestos a la vista de los potenciales clientes. Los zagales disfrutaban fingiendo agarrar tan suculento botín, lo cual provocaba la reacción airada de Manolo mandandolos a hacer puñetas.

Juanito se incorporaba con frecuencia a la charanga festivalera prodigando los mismos gestos que los demás, mientras seguía dando mordiscos al pan con aceite que sostenía en una de sus manos. Pero en ésta ocasión el azar le jugó una mala pasada. Los jovenzuelos se apelotonaban detrás del canasto disputándose el protagonismo de las mojigangas, danzando sin desmayo y olvidando el deterioro que caracterizaba al firme de la calle. Al pisar una de las numerosas piedras sueltas que poblaban el suelo Juanito perdió el equilibrio, el hoyo salió despedido de sus manos y fue tambaleándose hasta impactar en la parte trasera del canasto de Manolo, aplastando dos merengues de los que no quedó ni el tiesto. El popular personaje soltó por la boca un amplio repertorio de maldiciones, dando rienda suelta al malestar que le había provocado el estropicio. La nube de zagales se dispersó como por ensalmo, dejando a Juanito solo ante el peligro. El joven corrió hasta su casa como un poseso buscando la protección doméstica. El flaco se dirigió con el canasto debajo del brazo hasta el portal donde habitaba el intrépido agresor de merengues y llamó a voz en grito a sus progenitores.

Pepita García, madre del retoño, hizo acto de presencia al pie de la escalera para recibir el parte de daños, aunque declinó en su marido la gestión del entuerto. Vicente Martín apareció en escena ataviado con un pijama a rayas y unas pantuflas de fieltro marrón. Escuchó atentamente las explicaciones de Manolo, acordando entre ambos la indemnización por el perjuicio ocasionado. Acto seguido volvió a entrar en la casa. El instinto desesperado de Juanito por eludir el inminente castigo, le condujo a buscar refugio en el último rincón del dormitorio. Asustado, nervioso y temblando ante el temor al castigo físico, pudo observar como su padre se acercaba.

– Ven aquí, Juan – el tono de voz empleado no transmitía agresividad y eso ayudó a que saliera de su escondrijo -. Óyeme con atención. Manolo es un buen hombre. Patea a diario las calles del pueblo sosteniendo ese canasto debajo del brazo con la esperanza de vender unos cuantos pasteles que le permita ganar unas pesetas con las que alimentar a su familia. Si tu deseas convertirte en uno de sus clientes solo tienes que decirmelo y te compraré el dulce que elijas. Sí no pudiera hacerlo te lo diría y tendrías que aceptarlo, pero no debes cometer ese tipo de travesuras.

– Todos lo hacen – Juanito trató de aliviar la culpa haciendo extensiva la trastada -.

– No debes secundar algo que otros inician sin estar convencido de hacer lo correcto. ¿Alguién ha compartido contigo la responsabilidad de lo ocurrido? Piensa con tranquilidad en todo ello. Ahora vuelve a la calle y sigue jugando…., aún queda tarde.

Juanito estampó un beso en la mejilla de su padre de forma totalmente espontánea y trotó hacia la calle como un relámpago. Nunca olvidó aquel suceso, quizás porque lo esperado hubiera sido recibir unos azotes…., sin consejos añadidos. Esa imborrable lección paterna le hizo madurar mucho en una sola tarde, permaneciendo fresca en su memoria durante el resto de su vida. También le sirvió para transmitir ese talante conciliador en la educación posterior de sus propios hijos. Jugar en la calle siempre constituyó una buena experiencia.

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