CALLE AZITAIN ( EIBAR)

Siempre seria la misma calle, el mismo barrio y los mismos amigos los que desde aquel momento quedarían grabados en la historia de mi vida. Hubo un día en que había que cambiar de casa, de pueblo, de provincia. Y casi seiscientos kilómetros era mucha tierra de por medio para un niño de ocho años. Por mucho que mi futuro se dibujara en las antípodas, mi forma de sentir, sufrir o disfrutar de mi calle, mis amigos, y mis tirachinas siempre existirían, nada podría borrar aquellos momentos de peonzas, carreras de chapas, inocentes travesuras, o las visitas al zapatero del barrio para que nos redondeara los viejos tacones encontrados, aquello es lo que contaba, no había más. En mi mente no existía futuro más allá del día siguiente. Esas tierras del norte tenían algo especial –eso lo descubriría años después–, suele pasar cuando hechas en falta esos pequeños momentos, momentos casi sin importancia aunque es mucha la que tienen y te regalan briznas de sensaciones, segundos de felicidad.

Las calles en aquellos tiempos no estaban con su asfalto o cemento bien pulido, liso e impecable en sus remates, por el contrario eran algo toscas con algún que otro desperfecto por la falta de grosor, no acababan con sus bordillos o aceras decoradas, pero ni hacía falta ni se juzgaba. Lo que importaba era poder disfrutar jugando, corriendo tras un aro guiado por una varilla fabricada con el primer alambre que encontraras o haciendo carreras de imaginarios barcos hechos con el palo de un helado o la corteza de un árbol que lanzábamos al arroyo que pasaba junto a la carretera. No importaba la hora, no importaba si habíamos merendado bien o no, y no importaba el resto de la gente que por allí transitaba, no había peligro más allá del que podíamos generar nosotros por creernos más fuerte o rápido que nuestro vecino.

Albertito– así recuerdo que le llamábamos– el más travieso del barrio era algo extraño, diferente en su personalidad, por lo que no siempre le dejábamos participar de nuestros juegos. Tanto era así que en una ocasión en la que no queríamos contar con él para algo que estábamos organizando, de cabreo y sin mediar palabra nos lanzo una piedra, con la mala suerte que fue a parar justo en mi ceja izquierda. Una pequeña herida y el alarmista recorrido de la sangre bajando por encima del parpado y mejilla fue toda la tragedia. Nuestros padres: unos perjudicados, los otros preocupados por la trastada de su hijo, resolvieron el tema hablando una vez que vieron que no era nada mas allá de las consecuencias del cabreo de un niño de ocho años, que aun no sabía canalizar las posibilidades de su personalidad.

No fue necesario acudir a denunciar, ni solicitar medidas correctoras a las autoridades para el amigo Albertito, al que hoy la sociedad le pondría la etiqueta de conflictivo, hiperactivo y al que habría que llevar al psicólogo. Nuestras familias siguieron hablándose, coincidiendo en alguna sesión del cine Capitol, o participando de pequeños festejos que de vez en cuando se celebraban en el barrio. Los niños éramos niños sin maldad, sin peligro de algún degenerado que al otro lado del móvil y con engaños intenta destruir una familia por dinero fácil.

No necesitábamos más mundo que el que teníamos cara a cara con la gente con la que podíamos hablar, jugar, sentarnos en corro, contarnos fantasías intentando cada uno ser el que más importancia se diera o más miedo causara con sus historias inventadas.

Había comunicación, cariño entre padres, hermanos, familiares de dos casas más abajo y amigos, todos con unas vidas de sencillez y verdad que nuestros padres habían elegido para nosotros. Recuerdo que hasta el cura de la ermita que había en el barrio nos enseñaba, aconsejaba, nos daba unas cuantas hostias – de las consagradas– que sabían estupendas, y nunca hubo maldad.

Hasta las celebraciones de cierta importancia como la comunión las recuerdo con mucha añoranza. Mis padres habían emigrado a las vascongadas como entonces se la denominaba en busca de una vida mejor, y así fue por suerte. Con no poco sacrificio y trabajo, en pocos años consiguieron una situación económica buena. Cuando me toco hacer la primera comunión mis padres no escaseaban, aunque tampoco es que estuvieran nadando en la abundancia, y la celebración fue sencilla pero muy participativa por la familia y todo el barrio.

Yo estaba pletórico y alegre ¡era el protagonista! no fui con traje de marinero o algo parecido. Fui con traje, traje de chaqueta y pantalón corto y mucha felicidad, traje que tuvo futuro en otros fines de semana hasta que fui creciendo. De vez en cuando lo recuerdo y miro las fotos, que paz me dan esas imágenes, en medio de la calle con los vecinos y amigos detrás y acompañado de mis padres y hermana. No puedo evitar compararlas con la imagen de hace pocos años en el mismo sitio, pero con un guión totalmente diferente: El barrio en lugar de mejorar gracias a tantos adelantos conocimientos y los impuestos que nos exigen, ha cambiado para peor, si te paseas por la calle no ves a nadie no se sabe si es que han desaparecido o se esconden, no se comunican. En cuanto a la imagen de mi comunión todo ha cambiado, ha desaparecido la gente, las casas deterioradas y en la foto un niño que celebró su comunión rodeado de familia, ahora esta solo con su octogenaria madre.

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