Caminaba por la avenida de su ciudad. El frío invadía sus huesos y el abrigo no era el suficiente. No por lo menos de materia inerte. Necesitaba sentir el calor de una fuente humana; tenía su alma desnuda. Volvió a padecer esa extraña sensación en sus fosas nasales. Ignoró aquella molestia; por nada del mundo sacaría sus manos de sus bolsillos. Las creía segura.
Ignoraba el ruido ensordecedor de calle. Lo que en días anteriores le hubiera fastidiado como las bocinas de los autos o los gritos de la gente e inclusos los empujones, hoy pasaba a un segundo plano; estaba muy ocupado pensando.
Pasaba por su cabeza toda su vida. No lo podía creer: después de 20 años, todo lo que había construido junto a su esposa, se había derrumbado en un abrir y cerrar de ojos. Recordaba el abrazo de su hijo al salir de su casa. Pensaba en lo madura que podía ser una persona con 18 años. Mientras Dante preparaba su bolso entre lágrimas para abandonar su hogar, su sucesor, quien cuidaría de su esposa, lo consolaba. Entendía perfectamente la situación y aunque no detuvo su partida, consideró correcto ese acto.
Solo lo acompañaba su bolso de cuero desgastado y la ropa que llevaba puesta; se dirigía caminando a casa de su madre con esperanza de encontrar consuelo. Si algún conocido lo saludaba por la calle solo agachaba la vista; solo conseguía mirar el gris y áspero pavimento. Estaba devastado.
Sabía que había un culpable en esa última discusión, y que él no era la única víctima en este mundo tan cruel. Pero le gustaba tanto que no podía alejarse; su amante más cruel y la más hermosa, lo llevó a la ruina.
La felicidad que antes entraba por sus fosas nasales hoy se decantó en tristeza por sus ojos.
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