Las calles son muy suyas, Remedios, más que nosotras nadie lo sabe, y eso que ahora, volver al barrio no me importa ya tanto, aunque sea tarde para echarse atrás con el experimento: imagina ahora ver la cara de los chicos, en la plazuela, cuando subiendo de San Justo, nos encontraban todas las tardes jugando al tiro al bote y a reventar la manada, y una pila de brazos y piernas y gritos mientras la tarde se caía de nuestros relojes como fruta madura.

Paco era John Wayne, los gemelos corrían en direcciones opuestas, pequeños, rubios y eléctricos, la Puri se quejaba de los tocamientos con su voz de flauta, Reme, entonces eras Reme, ya grande y fuerte para tus trece años, apartabas a los chicos como si fueran pura maleza, y las risas -¿te acuerdas?-, tan abiertas y luminosas como obscenas, como si estallara en ellas el brillo repetido de las calles: calle del Arrabal, entre murallas, salida y llegada de nuestras competiciones; Callejón del Ángel, estrecho y oscuro todo el día, que tú atravesabas silbando ante el miedo general; Paco, sentado en una caja de madera, robada del mercado, lanzándose una tarde por la Cuesta del Diablo para ganarle una apuesta a los gemelos; la casa abandonada donde Paco me plantó el primer mordisco en los labios y que una noche visitamos para invocar a su dueño, un pintor loco y suicida.

Recuerdo que me metía en la cama con el cuerpo como una brasa, después de aquellos juegos. Y no esta frialdad, este no sentir nada aunque nos pinchen. Entonces, Reme, los barrios tenían calles donde pegar a la pelota, correr, saltar, meterse mano en los portales, y las madres te echaban a las calles desde la salida del colegio. Ahora, ya lo ves, avenidas y rotondas, que al barrio le tiraron cuatro casas y ensancharon San Martín para hacerla de dos sentidos y pasos de cebra y rotondas, muchas rotondas, como si fuéramos París o Alemania, y levantaron una mole de pisos, más allá de la muralla, pero de eso no te acuerdas, tú ya te habías ido al centro y me mandabas mensajes con alguna amiga, para que dejara a mis viejos y vivir juntas.

Si te paras a pensarlo un instante, no todas las calles son iguales. Sobre todo en el tiempo. A mí me duele el tiempo de mis calles, Reme, a las que voy a regresar para revivir no sé qué, supongo que el rollo ese de la infancia, las largas tardes en el barrio, instalados, plantados por los juegos que iban a durar toda la vida.

Ahora que vivo en una ciudad de avenidas y coches y prisas anónimas, el barrio de mis doce años tenía la magia de los territorios conquistados. La gran plaza irregular, a la que se accedía por calles empinadas, por estrechos corredores, que se convertían en refugios, en bajadas hasta el río, en escondites en la casa abandonada, en esquinas que guardaban el secreto o la sorpresa. Tal vez, por eso, dicen que no hay que volver a los lugares donde una fue feliz.

La tarde que volví al barrio, después de muchos años, por ver qué había quedado del recuerdo, me pareció estar lleno de caras conocidas, pero distantes, algún gesto que identifiqué con nombre y apellido, pero nada de Paco, nadie me supo dar señales de su paradero, nada de los gemelos ni de la Puri. Habían demolido la casa del pintor, de altos muros y fachada de ladrillo, y un solar ocupaba su espacio, como si nunca hubiera existido. Me fui corriendo, Reme, como perseguida por lobos.

Todavía no sé por qué me presté al juego, al experimento. El anuncio lo decía claro: Haz realidad tus recuerdos. Y el edificio estaba en una de las zonas vip de la ciudad. Creo que me acompañó mi hija, por si me perdía, dijo. Creo que no he rellenado más formularios en mi vida, y enfermeras amables que me llevaban en camilla por pasillos de luces blancas e intensas y ascensores silenciosos, y soporté análisis, escaners, y hasta tuve que firmar una declaración de últimas voluntades, que vaya si el capricho me sale caro, volver al barrio, en una nueva máquina del tiempo, qué tontería. Y sobre todo, les conté las largas tardes de juegos, el aire como un fiel compañero y la luz, Remedios, no he vuelto a ver esa luz de domingo en mi vida, la luz de aquellos días de la infancia.

Es lo que tiene estar deshauciada, Reme, que una quiere regresar, como sea, a otro tiempo en que fue eso que dicen el paraiso, lo que Paco me escribía en algunas cartas, tan hermosas, sobre no sé qué de la memoria involuntaria y la magdalena y que un intenso olor de césped recién cortado le recordaba una noche de agosto, abrazados, en el porche de la casa abandonada, antes de que la vida nos diera otra vuelta de tuerca, bueno, ya las habrás leído, que iba para poeta.

Te cuento todo esto desde la cama mientras siento que el calor me va invadiendo, como acercarse al fuego de la hoguera que hacíamos por San Juan, ¿te acuerdas?, a medida que el líquido pasa de la vía a mi cuerpo, y es un dormirse sin sueño, como si todo fuera desapareciendo muy despacio y ya empiezo a oir las voces y los gritos del barrio, y a Paco, que viene imitando los andares de Jonh Wayne, y a los gemelos Fernández, jugando a intercambiarse los papeles y la Puri, alta y orgullosa, rubia y distante, cogida de tu brazo, parece que esto funciona, Reme, no te preocupes que yo te pago el viaje, amiga, aunque no sé qué dice mi hija, aquí al lado, no sé qué cosas entre lloros, que todo va a acabar muy pronto, mamá, que no duele y una luz lechosa inudará el barrio y mis calles, brillantes y nuevas, como renacidas.

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