Ana, sonríe, una nueva vecina. Una joven baja de un auto rojo, vestido de tubo, la fajilla que sostiene el indestructible chongo a juego; el hombre es delgado y luce contento con la nueva adquisición. La quinta pareja joven que llega al vecindario. Con cada llegada, recuerda su primer hogar y piensa en las experiencias que aún faltan, sí lo sabrá ella que recién festejó sus primeros 30 años de casada.

Ese día los invitados alabaron la casa, coincidieron en que era un lugar tranquilo. Sonrieron cuando les comentaron que llevaban la leche en burro y las tortillas en bicicleta; mencionaron que regresarían pronto. Al despedirse les desearon que ojala pronto llegara la línea telefónica.

De eso hacía un mes. Ninguno, ni siquiera sus hijos, regresaron a visitarlos. Por supuesto, cada fin de semana iban a la Roma a visitar a los nietos. Ahí se enteraban de invitaciones hechas por sus amigos, a la cual asistían con gusto. El domingo en la noche regresaban a casa.

A diario su marido partía a las 8 de la mañana y regresaba después de las siete, cenaban, platicaban. Pero esas 11 horas resultaban largas.

En la siguiente visita a los nietos compró galletas en “La Suiza” y café en “Do Brasil”, el lunes preparó unas tarjetas de invitación y el martes tocó en las únicas casas habitadas: “Hola soy Ana Cabrera, del 40, te invito a tomar café, no faltes, le diré a las demás. Pasaremos un rato agradable. Lleva a tus hijos, pediré a mi ayudante que se haga cargo de ellos”.

Todas tenían en común la satisfacción de una casa. Ese martes pusieron la primera piedra para cimentar su hogar.

Las primeras en llegar fueron Digna, inmigrante cubana de ojos verdes elegida por su familia para usar el único boleto que lograron comprar tras el triunfo de Castro; se llevó de la isla a su ahijado de leche y la promesa de apoyar a su familia. A ella la arrastró Astrid, maestra carismática, quien le dijo que ya era tiempo de hacer amistades.

Al ratico, como Digna decía, llegó Amira, quien con ánimo, compartió que salió de casa a los 18 con su novio, Armando, y su familia de Mérida la desconoció. “La casa, el verdadero hogar, chicas, es el que elegimos”.

Sara convido un panque elaborado por ella misma, “mi madre me enseño a nunca llegar con las manos vacías”; Amira se fijó en el chongo indestructible que remataba el impecable arreglo de la vecina.

Susana apenadísima explicó a Ana que logró convencer a su marido; con aplomo Ana se hizo cargo de la situación, le acercó silla y taza de café al guarura, cerquita de la barra de la cocina, en donde veía a la señora, sin escuchar la plática completa. Presentó al resto.

El café semanal se convirtió en reunión para planear actividades. Cada una compartió talentos; tomaron clases de yoga, cocinaron diversos platillos, tejieron, aprendieron a escuchar, compartir y apoyar. Cada nueva vecina recibía invitación para unirse al grupo.

Animaron a Digna con la primera “tiendita”, que mejor oportunidad que vender tortas y chescos a los obreros de la construcción; celebraron dejar de llevarle despensa y pañales para su beba y se convirtieron en clientas “de todo”. Sin desplazos, fiado y siempre tiempo para una charla.

Cuando Digna y Porfirio se convirtieron en flamantes dueños de su fábrica, no quisieron perder hogar ni amigos; apoyaron cuando alguno perdió trabajo o requirió invertir para crecer.

Al café semanal prosiguió la cena de matrimonios. Astrid propuso dar vida a la colonia, no todos tenían que ir a “la ciudad” el fin de semana. Cada pareja recibía una vez al mes: comida, trago. Guitarra o baile según el ánimo de los asistentes.

Astrid propuso y logró organizar durante años pastorela y posada. Cada familia montaba un puesto: atole, tamales, tortas, ponche, tacos, tostadas. Nunca faltaron las piñatas: niñas, niños, señoras y esposos.

Pronto las puertas permanecieron abiertas, los niños entraban a la casa de cualquier amigo para tomar agua, fruta, botana. Sabían en qué casa estaban las mamás tomando el café del martes, la clase del lunes o el guiso del jueves.

Cuantas lágrimas vertidas y comidas organizadas cuando Astrid anunció su mudanza cerca de la escuela que logró comprar en Las Águilas.

Amira percibía la rigidez de Sara: arreglo impecable, perfección constante, limpieza impoluta del hogar. Sabía que no era feliz. Formaron pareja fuera del círculo común. Sara confesó la infidelidad del esposo y Amira fue capaz de hacerle ver su rigidez. Compraron ropa sexy, buscaron información, compartieron experiencias. Tal vez el más feliz con el aprendizaje fue el esposo de Sara.

Sara comprendió que no hay nada escrito, bajó del pedestal a su esposo. La libertad le dio felicidad.

Acompañó la soledad de Amira cuando Armando, compañero de vida, tomó la maleta y salió para nunca regresar. Fueron amigas cuando Amira se casó con un hombre diez años menor, cuando regresó a Mérida y cuando volvió sola a habitar al hogar donde conoció a sus amigas.

Quienes llegaron se incorporaron a clases, cenas sabatinas, aprendieron, crecieron, forjaron amistades, compartieron coches para llevar a los hijos a la escuela, futbol y doctor. Acompañaron nacimientos, duelos, enfermedades y sepelios.

Recibieron a Susana cuando regresó de la cárcel. Cuando eran cinco se escuchó un balazo; él la golpeó una vez más por celos. Después pidió su arreglo porque tenía un compromiso de trabajo, no se podía ver el moretón. No supo cómo, tomó la pistola y disparó.

Las cinco la acompañaron cuando llegó la patrulla, la visitaron en la cárcel, la abrazaron cuando regresó. Abrió su casa en diciembre, ahí rompieron las piñatas, montaron el puesto de aguinaldos con una sola palabra: Comunidad.

Los aguinaldos los hizo Ana Cabrera, quien compartió su experiencia de vida con cada mujer, quien modificó sus pensamientos para ser amiga de sus vecinas.

Todas ellas se convirtieron en mis tías por elección ya que formaron a quien soy el día de hoy.

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