Los tres amigos llegan en bici al borde de las escaleras que separan el barrio obrero donde viven del Estadio Insular. De camino al estadio, donde colaboran como recogepelotas en los partidos de la U.D. las Palmas, se detienen a merendar.
─Chucunga, hoy te toca a ti ─el Negrilla lo señala con el dedo.
─No traigas pan duro. Eso solo te gusta a ti ─agrega el Chatarra.
─¡Qué cabrones! ─se queja el Chucunga─. En unos meses ─sueña en voz alta─ seré jugador de La Unión Deportiva. Guedes verá lo buen delantero que soy y no tendré que hacer esto más.
─Vale, vale, Chucu ─se burla el Negrilla─. Mientras sigues soñando vete a por la merienda, anda, que tenemos hambre.
Los dos amigos se sientan en la acera. El Chucunga busca, con paso decidido, donde tocar cuando ve el suelo teñido de flores violeta. Al levantar la cabeza para ver mejor la buganvilla llama su atención la enorme torre que sobresale en el lateral derecho de la casa, cubierta de una enredadera con florecillas blancas. «Aquí mismo», piensa mientras busca la puerta de servicio. Aparta una rama de la buganvilla y toca el timbre.
─Buenos días. ¿Qué se le ofrece? ─pregunta una señora de unos cincuenta años con vestido gris y delantal blanco.
─Hola. Bue … Buenas ─titubea el Chucunga─. ¿Tiene algo que le sobre para darme de comer? ¿Algún plátano pasado, pan duro o sobras del almuerzo?
La señora sonríe al muchacho y tras despeinar sus cabellos negros azabache, asiente con la cabeza. Al regresar lo hace con dos panes, cuatro plátanos y tres bollos caseros de naranja.
─Corre, anda, vete. No quiero que me pille la señora de la casa ─le dice casi en un susurro.
─Gracias, muchas gracias ─alcanza a responder el Chucunga, no sin antes llevarse uno de los bollos, aún calientes, a la boca.
─¡Ey! ─grita con la boca llena a sus amigos mientras sube la calle─, miren lo que traigo. Esto vale por una semana sin pedir, ¿eh? ─aclara, antes de comenzar con el reparto.
Tras la merienda se van al estadio. Esa tarde disfrutan más que nunca del partido, no solo por la victoria dos a uno contra el Bilbao, con goles de Guedes y Germán Dévora, sino por la ausencia de hambre.
De vuelta montaron en sus bicis. El Chucunga, como siempre, dos calles antes se desvía a la derecha. Salta la valla, aparca la bici y tras volver a saltarla hace el resto del camino andando. Siempre se reúnen en la esquina de la calle Tomás García Guerra con Canónigo Azofra del Campo. Al llegar, el Chatarra cuenta al resto de la cuadrilla las jugadas del partido. Llegan a ser entre diez y quince chiquillos, casi todos jugadores de fútbol aficionados, y compañeros de hazañas tan sonadas como tirar huevos durante una final de fútbol sala al interior de la cancha del Eliseo Ojeda, o desplumar, asar y comer pájaros cazados con trampillas en el Barranco de la Ballena. Las conversaciones se vuelven eternas. Tanto, que en muchas ocasiones son finalizadas de forma brusca. Los «grises» suben agresivamente el coche a la acera. Les piden que se pongan contra la pared y tras darles un porrazo o un capón, les recuerdan que pasan cinco minutos del toque de queda.
Esa noche, el Chucunga se va a la cama sin nada más en el estómago que la suculenta merienda de la tarde pero contento porque al día siguiente es domingo y eso significa tarde de cine.
Durante la semana ayuda en pequeñas chapuzas, recados y tareas de limpieza en la iglesia a cambio de una entrada para el cine parroquial, que se encuentra al otro lado de la avenida. Disfruta tanto del paseo en bici como de la película. Siempre coge por el camino más largo para alargar el pedaleo y divertirse con la velocidad que alcanza al descender la cuesta de la avenida principal del barrio.
Saca del ropero su atuendo de los domingos combinado, como siempre, con sus botas del gallo. Se peina una y otra vez ante el espejo, hasta que el flequillo queda detrás de su oreja izquierda, guarda el peine en el bolsillo trasero del pantalón, con un gesto ágil, y pica el ojo, imitando a Danny Zuko en Grease. Sale de casa sin despedirse y escucha sus tripas. «Espero que Don Francisco lleve algo de fruta, como otros domingos». Salva las dos calles que le separan de la bici corriendo. Se monta y esboza una sonrisa. «Como me gustan estas tardes de domingo», se dice mientras baja la avenida. Deja de pedalear y siente el aumento de velocidad.
Regresa a su casa, pensativo. Recuerda la escena final de la película. Llega a la entrada principal y, tras bajarse de la bici, salta la valla, levanta la bici y la coloca en su lugar, donde horas antes la había cogido, como casi cada día. Se dispone a saltar la valla hacia la calle cuando un hombre lo agarra del brazo derecho. Intenta soltarse, sin saber muy bien qué pasa, pero el señor lo sostiene por ambos brazos, con firmeza.
─¡Por fin te pillo, cabrón! ─le susurra al oído─ María, llama al cuartelillo, ya tengo al ladrón.
─Pero… yo no soy un ladrón ─intenta explicarse el chucunga─. Yo solo…
─¡Calla! Ya verás cómo se te quitan las ganas de coger las cosas ajenas.
Ese domingo de paseo en bici y cine tuvo un desenlace inesperado. Allí está, sentado en un banco de madera, con la cabeza apoyada en la pared y los ojos cerrados. Piensa que esa estancia correspondería con el dormitorio de su hermana. El cuartelillo del barrio ocupa el bajo de un edificio como el suyo, a solo dos calles de su casa.
Esperaba a su madre, quien tendría que asumir la multa: 400 pesetas por el robo reiterado de la bicicleta. Mientras él se repite una y otra vez: «Solo la tomaba prestada».
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