El ritmo llegó de repente.

Nadie sabía si compuesto por algún encumbrado instrumentista que buscaba romper las reglas de su propio arte. Nadie sabía si de los barrios pintorescos y folclóricos de los suburbios. Nadie sabía incluso, si de la ciudad o de los campos del ínfimo país.

Primero fue la propuesta un tanto contagiosa. Luego un sonido para pequeños grupos de tendencias disociales. Después llegó la moda, los productores y cazatalentos se dedicaron a buscar a más creadores, o al menos a insipientes imitadores que no lograban el punto culminante, la fórmula del contagio, pero igual servían.

Pronto todo el país fue inundado por el ritmo

Todos lo escuchaban, lo bailaban, lo sentían y compartían como estandarte de sus propias actitudes.

Desde el principio tuvo detractores. La iglesia lo excomulgaba, las logias lo evitaban, y el gobierno, por su parte, lo tenía en la mirilla. Igual continuó sonando, seguidores ya eran miles. Se escuchaba ritmo a todas horas, se respiraba, se vivía.

Así transcurrió un año, dos, tres y no mermaba. Cada tema era un hit parade en la radio, en la tele y hasta la prensa plana se hizo eco de la potencialidad rítmica. Pero sus más importantes promotores eran los transeúntes en el mejor de los escenarios que existen: las calles.

A toda hora se escuchaba.

Pasado un tiempo comenzó a dividirse la opinión pública respecto al ritmo. La iglesia basaba sus sermones en la prohibición. Las logias y sociedades proclamaban el daño que dejaba sus efectos místicos. Y el gobierno dejó el espionaje sobre el mismo para dictar una ley que lo prohibía totalmente en todo el país. Todo aquel que lo escuchase debía atenerse a enfrentar “la justicia”.

Muchos fueron a la cárcel con cargos inauditos. Los que no morían en la salas de urgencia, o en las propias calles, en los barrios, en las plazas siempre a manos de la policía militar, sus voluntarios y aquellos patriotas agrupados en brigadas de respuestas violentas contra cualquier asomo del ritmo.

Tal situación generó un estado de sitio.

Se militarizó el país entero. Cerraron las universidades y cortaron relaciones diplomáticas con distintos consulados y embajadas. La represión era la única manera del gobierno para exterminar el ritmo.

Un día, sin más, el presidente llamó a asamblea de ministros y se encerraron varias horas en el gran salón. Puntualizaron, discutieron, criticaron y no llegaron a conclusión alguna sobre qué hacer con semejante compás.

El ministro de cultura lo reseñaba y opinaba sobre sus acordes rítmicos. El historiador de la ciudad presentaba las causas que determinaron la ruptura musical con su más cercano antecedente y fusionó en tan «despreciable engendro». El ministro de turismo maquinaba convertir al ritmo en un producto exportable y, de paso, que viajeros de todo el mundo quisieran conocer sus raíces y aprenderlo de los nativos. –claro está, con la salvedad de cambiar sus letras, sus ejecuciones y hasta sus intros. Mientras que los cabecillas de los ministerios de la Guerra y del Interior, pedían sangre.

No pudo más. Se dirigió a su despacho y cerró la puerta, muy abrumado por la ineptitud de sus ministros, por la cobardía del ejército, por la incomprensión del pueblo. Por el propio ritmo.

Allí, en la penumbra de la sede del gobierno, arrebujado en su butaca presidencial comenzó a silbar los acordes de aquel ritmo proscrito, perseguido por él mismo, y se sintió bien, más relajado.

–Para desconectar– pensó. Y continuó silbando en el claroscuro de la pieza presidencial, mientras afuera el país continuaba en estado de sitio.

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