Calle Salamanca, cima del cerro, último día de mi vida, 5:37 pm. Si pudiera contar los días exactos que pasé en aquel lugar se me irían las últimas horas en esta tierra. Mis etapas de niñez, adolescencia y adultez fueron embarradas por el viento cálido y contaminado de las calles construidas en las faldas de los cerros. Mis papás, desde muy temprana edad, me habían enseñado a ser independiente y no ser una esclava ni de mi propia vivienda; sin embargo, este lugar no me había dejado escapar durante años, por lo que decidí pasar la mayor parte de mis horas restantes aquí, en mi cárcel.
Como mencioné, la independencia se introdujo en mí a muy temprana edad. Mis papás no eran los que me llevaban de la mano hasta la puerta del colegio, o los que me recogían de brazos abiertos con una sonrisa en la cara cuando el timbre daba por finalizado el día de clases. Mi única compañera fue la pendiente ahuecada y solitaria que sostenía a muchas personas, sobre todo mientras dormían. Rara vez, en mi retorno de la institución educativa, veía a alguien fuera de sus ratoneras, ya sea jugando, conversando con el vecino, o simplemente paseando por el lugar; tal vez, no lo hacían porque tenían otras actividades en otros lugares o dentro de sus viviendas, o, aunque me duela decirlo, porque les parecía una pérdida de tiempo y aburrido admirar la calle por unos minutos.
Tampoco crean que consideraba a Salamanca como una amiga, no hablaba con ella ni hacíamos cosas juntas. Nuestra relación se basaba en la presencia diaria de cada una de nosotras. Yo sabía que ella estaría allí siempre, y aunque quisiera, no se iba a mover. Por mi parte, yo tenía que visitarla diariamente, por lo menos 20 minutos, y compartir con ella mis experiencias mediante la reflexión mientras caminaba por su superficie.
Mis papás trabajaban todo el día, tampoco los juzgo porque gracias a ellos pude recibir una educación de calidad, sin embargo, me hubiera gustado tener algún tipo de hobbie con ellos o un día familiar en el que el trabajo no interfiriera y la atención se centrara en sentirnos bien en compañía. No puedo revertir el tiempo como para hacer un berrinche que ocasione un día libre en el trabajo de mis padres, es decir, un día de mis padres en casa, conmigo, pero sí podía conversar con ellos ahora que están jubilados y tienen tiempo de sobra para mí.
A veces pienso que es triste. Cuando dije que hoy era el último día de mi vida no me refería a que me iba a suicidar o tenía una enfermedad terminal que ya estaba avanzada. Me refería a que hoy día iba a ser mi último día de vida con Salamanca. Me iba a mudar. Eso implicaba, romper una burbuja para formar otra. He mencionado la tristeza porque justo el año en el que decido mudarme sola, mis padres se jubilan y pasarán el resto de tiempo que les queda en casa. Habían pasado casi 35 años para que por fin tengan un par de horas para mí, y cuando me canso de la inagotable espera, el rumbo de su vida cambia por completo.
Había reflexionado con Salamanca viendo el atardecer sentada en la inclinación que la caracteriza. Mi decisión de mudarme se desarrolló de la siguiente manera. En primer lugar, pensé acerca de mis seres queridos y la carente compañía que tenía cada día en mi vida. Luego, pensé en mi lugar de trabajo. Se me hacía más fácil llegar a él desde la nueva vivienda que había adquirido. Finalmente, pensé en Salamanca. Va a sonar loco lo que mencionaré, pero sentía que la iba a extrañar más a ella que a mis propios padres. La calle fue mi madre cuando aprendí a caminar, fue mis oídos cuando quería sacar todos los problemas e impotencias que tenía, fue mi manta cuando estaba enferma y mi paño de lágrimas en los momentos más difíciles por los que pasaba. Mi zona de confort, en donde el entretenimiento, la diversión y las alegrías estaban en todo momento.
La decisión ya estaba tomada. Era hora de partir. Un pedazo de mi corazón seguirá estando en ti, bella calle.
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