Me presento, soy Juana, «la rara». También conocida como la cuatro ojos, la bizca, la patitorcida, la vaso de leche. Todos esos «cariños» me lanzan mis primas y mi hermana, sentadas en un muro de la calle, riéndose de mí. Vivimos en plena avenida Nutibara, no transitan aún muchos carros por ahí y por eso usamos toda la cuadra para inventar mil historias que nos hagan recordar que somos niñas, que la vida debería ser solo risas y felicidad.
Inhalo con dificultad un poco de aire. Han pasado 20 años y el asma nerviosa siempre aparece en estos momentos, las manos me sudan profusamente, será por las imágenes que se agolpan en mi cabeza recordándome que en esta misma calle jugaba chucha, tapo y escondidijo, pero extrañamente nunca pude jugar golosa; no era capaz de saltar en un solo pie, quizás porque necesitaba tenerlos bien puestos en la tierra, por si tenía que correr.
Veo con nostalgia como la panadería limpia y sofisticada donde comíamos deliciosos merengues es ahora un concesionario de carros, el bar de dónde sacábamos a mi papá a rastras innumerables veces se convirtió en un edificio de tres pisos. Me estremezco al recordar que justo allí, hace unos años, la ira reemplazó al amor y el dolor se convirtió en un golpe certero y mortal. Paso rápidamente evitando que alguna señora que vaya para la iglesia me reconozca, no quiero sentir sus miradas con esa mezcla de miedo y pesar.
Lo mejor de nuestra vida es la Navidad. Mi abuela hace la natilla más rica del mundo, mientras canta «Farolito… tú que fuiste mi esperanza en el dolor…» mis tías nos dan buñuelos y hojuelas; luego salimos a elevar globos con los primos y los vecinos, mientras esperamos con ansias el regreso de los familiares del extranjero.
Todas nos contamos entre gritos y risas lo que le pedimos al niño Dios: Una el muñeco que gatea, otra la muñeca que se calma cuando le das tetero, me miran desdeñosamente porque pedí una colección de libros «Así es ella» dicen volteando los ojos, asegurando que era mejor jugar que leer. Cuando llegan las doce mis primas lloran porque El Niño otra vez se olvidó de lo que pidieron, yo lloro porque Dios otra vez se olvidó de mí.
Lo peor de nuestra vida es la Navidad. Cuando a mi papá le ofrecen el primer aguardiente y empiezo a ver sus ojos vidriosos por el licor, toda la alegría por mi regalo se acaba. Me pongo igual de triste que ellas, que luego de hablar con su mamá por teléfono y escuchar su escueto «Feliz Navidad» se quedan otra vez sin nada.
«Ya empezó a beber» era un frase lapidaria que le daba fin a la celebración. Por lo menos a la mía. Mi madre, mi hermana y yo empezábamos a sufrir anticipando lo que iba a pasar: Otra noche en vela, acurrucada en la puerta de la alcoba, escuchando atenta, rogando que por fin se hubiera dormido. Y me pregunto por qué mi papá no se irá, como la mamá de ellas a cumplir el sueño americano, ese que para muchos se convertía en una dura vida de 3 trabajos en Nueva York y muchas ausencias en Medellín.
Lo más fuerte de esta calle no es el viento terrible que te congela cuando llega la noche, son los fantasmas del pasado, las personas amadas y odiadas que ya no están y que parecen hablarme al oído, recordándome todos los sueños que no se cumplieron mientras viví aquí y las pesadillas que continuaron, siempre esperando que alguien nos salvara de las golpizas, las humillaciones y los escándalos, pero no llegó nadie: la policía se iba, los familiares lo protegían, estábamos solas.
Mis tías, las hermanas de mi madre, siempre defienden a mi papá. Da igual si llega oliendo a perfume barato a las 3 de la mañana, ellas opinan que una buena esposa tiene que levantarse para darle de comer a su marido. Mis tías adoran a mi papá, porque según ellas, sobrio es un «señor» un ángel amable, servicial y divertido con los niños; Todo lo resumían en «le caen mal los tragos» o «Así son los hombres».
Lo que no saben o no les importa, es que a mi mamá y a mí nos toca en cambio lidiar con el demonio; ese que nos insulta, nos pega, nos avergüenza, ese que a mis 7 años y con una revista de Pato Donald en la mano, miro con desprecio, pensando en cómo se sentirá matar.
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