Recuerdos. Sí, recuerdos. Una minúscula cerradura fue el lugar escogido para filtrarse, tal como si fueran una enorme ola que trae toda la espuma y la sal del impetuoso mar del pasado.

Al jalar el antiguo picaporte que abre la puerta de su casa de toda la vida, y salir hacia la calle, se encontró con el mundo de cuarenta años atrás.

Vio en la plaza del frente, a la cual llega solo cruzando una calle, a los niños del barrio jugando muy alegres, gritando y corriendo. Unos se ocultaban detrás de los enormes troncos de los gigantes árboles que custodiaban ese espacio tan asombrosamente mágico para que la imaginación vuele al compás de las risas infantiles. Otros estaban en los pocos juegos que había: hamacas de hierro, toboganes de chapa y dos “subibaja” de madera. Un suspiro pareció tomar del aire todas las sensaciones que flotaban en esa dimensión invisible.

Caminó hacia la esquina norte de la cuadra y, cuando iba en la mitad, se detuvo. Uno de los naranjos le sirvió de apoyo. Negocios nuevos y casas de moderno diseño se entremezclaron con aquellos comercios, viviendas y personas que ya no estaban. Una banca de madera amurada a una pared era la sobreviviente de otras épocas. ¡Cuánta gente se sentó allí a esperar un colectivo! ¡Tantos años hace que dejó de pasar! Es más, ya ni existe la empresa, al menos con el nombre que tenía escrito la carrocería de los coches.

Giró la mirada y, justo en la esquina, volvió a ver el viejo almacén de ramos generales atendido por aquella familia de serviciales vecinos. Entró, como levitando entre las brumas del tiempo. Allí estaban los largos mostradores de madera y las estanterías repletas de fideos, azúcar, latas de conserva y el infaltable pan calentito. Una enorme cantidad de mercaderías se vendían “por peso”. La balanza y esa palita pequeña de metal para cargar los productos estaban relucientes, a plena vista, en un ángulo del mostrador. Después de visitar este sitio sus pasos retrocedieron un poco hacia un taller mecánico. Los autos averiados, las herramientas, el olor a aceite, los overoles con grasa y el ruido de los motores al arrancar y ser probados se confundían con las imágenes de una hermosa casa de dos plantas con rejas negras, garaje para dos autos, pintura nueva y un par de obreros trabajando en remodelaciones.

No solo su mirada se detuvo en otra casa sino también los latidos de su corazón. Los cambios eran enormes. Cambios no solo de fachada. Ya no estaban aquellos que la supieron acunar y llenar de afecto. Ya no había reuniones de personas celebrando festividades con esa simbiosis particular entre lo árabe y lo nacional. Hombres de saco oscuro y sombrero al tono; con ala corta apenas curvada hacia arriba y copa plana, hablando, riendo y gesticulando al mismo tiempo que las mujeres preparaban manjares para compartir entre una multitud de personas unidas por lazos de parentesco o íntima amistad. Todos eran una gran “familia”.

Un pequeño solar permanecía igual. Igual de fachada, pintada, limpia, pero sin las personas que lo habitaron. En ese sitio las puertas y ventanas se encontraban cerradas. Otrora esa enorme puerta de madera, doble hoja, siempre estaba abierta dejando ver un zaguán que llevaba a un pequeño recibidor.

Mientras sus pasos regresaban, miraba las baldosas de la vereda y el cemento gris de la calle, los mismos que sus pies pequeños transitaron a los saltos. El tiempo se detuvo en ese pedazo de mundo que nadie guarda en sus registros de memoria. Una película de cine mudo comenzó a proyectarse. Aparecieron, en fugaces y rápidos destellos, escenas de las tardes de carnaval, como aquella cuando mojaron al panadero que llevaba en un enorme canasto, delante de su bicicleta, todo ese crujiente y delicioso manjar, o las veces que salía con su vestidito rojo a lunares blancos a buscar con quién jugar un ratito. Y, como terminando la proyección, apareció una niña llorando en la puerta de su casa porque le robaron el dinero que llevaba para comprar los cigarrillos que su padre le encargó. “Me sacaron el billetito rojo”, sollozaba, sin atreverse a entrar. La señora de la esquina la vio y tocó el timbre, aquella tarde lluviosa, en el número 32 de la calle Lamadrid para que un adulto de la familia supiera lo ocurrido.

Levantando la vista de esa imaginaria pantalla casi pudo ver, en la casa contigua a la suya, como esa vecina, que la mayor parte del tiempo estaba de mal humor, se hamacaba en su enorme sillón de mimbre. ¡No dejaba que ningún niño pasara caminando por “su” vereda! ¡Nos corría a todos hacia la calle! “¡Me van a aflojar las baldosas!”, decía.

Una sonrisa aparece en los labios ante tantos recuerdos que despierta una simple calle. Y sí, las cosas simples de tan simples guardan magia.

Los naranjos de esta cuadra son los mismos que hace cuatro décadas, aunque hayan cambiado sus hojas miles de veces y dieran frutos otras tantas. Del mismo modo mi esencia es la misma aunque ya no sea la niña que fui. Esa criatura sigue viviendo dentro de mí. Podré cambiar el lugar de residencia o podrán pasar los años pero la calle de mi infancia permanecerá unida a mi alma, tal como permanecen las raíces de los naranjos a la tierra que los nutre desde que alguien los plantó para crecer, dar sombra, llenarse de pájaros y embellecer la ciudad.

El silencioso diálogo comenzó a debilitar su voz cuando, nuevamente, se jaló el picaporte para ingresar al hogar. Voces de nuevas generaciones y sonidos de celulares y televisores irrumpieron en el ambiente con impetuosidad.

La vista observa, el oído escucha pero la mirada se pierde en un horizonte único y particular mientras repica, como lejana campanada de iglesia que llama a misa, un susurro: “La calle de los recuerdos y los recuerdos de la calle viven siempre a flor de piel”.

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