El niño que me mostró el camino de vuelta

El niño que me mostró el camino de vuelta

Cuando niña, disfrutaba mucho de estar fuera, era hermoso poder sentir los rayos del sol tocar mi rostro; a veces, pasaba horas y horas, sentada observando las flores y escuchando el glorioso trinar de las aves. Ya había olvidado por completo la bella sensación de sentirme libre entre las personas; ¡Era tan pequeña! y no sentía miedo por nada.

La calle fue mi escenario, donde compartí con otros niños las travesuras dignas de la infancia, desde juegos de pelota, guerras con bolas de tierra, bailes bajo la lluvia, hasta increíbles viajes a la luna.

Crecí libre en ese pedazo de calle.

Fui el niño de casa y no porque mi orientación sexual así me lo exigiera; sino, porque mi padre ansiaba tener uno; así que, eso de jugar con muñecas, y a los juegos de té, nunca fue lo mío; ni siquiera los vestidos, mas tardaba mi madre en vestirme como muñeca, que yo en quitarme todo para jugar en la tierra. Nunca faltaron raspones o heridas en el cuerpo, tampoco faltaron los pleitos.

Era tan feliz en esos momentos, que el tiempo pasaba volando, y cuando me daba cuenta ya era hora de irse a dormir.

Pero, tan pronto como crecí, una nueva ciudad toco a nuestra puerta, para dejar atrás la calle que nos vio crecer; con ella quedaron las tradiciones y fuimos ganando obligaciones. Cada nueva responsabilidad ganaba peso en el tiempo, y la niña quien fui, fue desapareciendo hasta hacerlo por completo.

El adulto, en el que me convertí, se llenó de ocupaciones. Dejo el vivir en conciencia de lado, para vivir en un mundo cuadrado, en el que no se admite la inocencia. Y no fue, sino hasta pasados los años, y en plena madurez, que un niño llego a mi vida. No lo parí yo, pero lo sentí como si hubiera ocurrido.

Estuve ahí cuando nació, apenas pesaba 900 grs, y tenía el tamaño perfecto para entrar en una caja de zapatos; sus apenas cinco meses tres semanas de gestación, me hicieron ver de cuanto me perdía y cuanto estaba yo perdida, sacándome por entero de mi zona de confort.

Tenía una vida llena solo de trabajo, escasa de atención y de amor propio. Nunca tenía tiempo para lo importante, era como estar atrapada en un pozo, mientras era tapado por pesada arena, que aplicaba una gran presión, que hacía doler y enfermar mi cuerpo.

Tan aferrada estaba a ese mundo, que cuando el nació fui presa del miedo, un miedo que más hacía enterrarme; Conocerle y tenerlo conmigo fue lo más hermoso que pudiera suceder; no podía dejar de pensarle. Él llego a mi mundo, para hacerme ver la maravilla de estar viva, y recobrar la fe perdida.

Escuchar su voz, caminar a su lado en sus primeros pasos; enseñarle travesuras, me hicieron recordar poco a poco, la maravilla de ser niño. Cada abrazo, cada beso, su primera palabra; escucharlo elogiar mi sopa, aunque esta no fuera mejor que la de su madre, me hacía volar a las nubes. Por él, pude ver el sol resplandeciente, y despertar de mi letargo.

Pero las cosas cambian, y por azahares del destino, tuve que migrar y dejarle atrás, para volver a mi ciudad; y aunque las cosas ya no eran como cuando estaba cerca, la tecnología hacía que pudiéramos hablar.

Y dos inviernos después de mi partida, me pudo visitar:

Era una tarde fría y un poco sombría por la neblina, por lo que yo atendía el celular, mientras el intentaba jugar en el pedazo de sala que le fue impuesto.

Se levantó, corrió la cortina para poder mirar por la ventana y exclamo:

Jorge: Mira Tía, ¡se ve borroso! (a lo que yo, comencé a reír a carcajadas) ¿podemos ir? (preguntó insistente, mientras ponía la cara más tierna e inocente)

Yo: Por supuesto que sí. (él no conocía la neblina, así que le emocionó totalmente)

Jorge: ¡Si! ¿también podemos tomar una fotografía? Debo contarle todo a mis amigos. (mientras corría hacía la puerta)

Hacía mucho que yo, no salía a disfrutar de la calle; por lo regular solo sacaba la basura para el recolector, o para dirigirme a algún punto. Nunca, me detenía a observar.

Pero, ese día, fue como volver a empezar. Jugamos, dimos vueltas como locos, saltamos hasta cansarnos; y eso, me hizo sentir libre. Volví a caminar por aquella calle, sin importar siquiera el frío o la neblina, y comencé a disfrutar de ella, acompañada de ese pequeño que, me contagio de su inocencia, esa que creí haber perdido en el camino.

Se que no puedo volver a ser niña, eso es imposible, pero puedo contemplar y vivir la inocencia; honrarla, pues es tan sagrada como la vida, y tan escasa como el agua en un desierto.

Así que hoy, le digo a mi ser adulto que no lo olvide:

Que si despierta y tiene la oportunidad de ver un sol resplandeciente, que disfrute de los rayos del sol tocando su rostro.

Si a medio día cae la neblina, y se va la luz del sol, que prepare la mejor taza de café y se siente a disfrutar del espectáculo protagonizado por las minúsculas gotas que abrazan a los árboles.

Si de pronto viniera el viento, que disfrute del baile de las flores, del sonar armonioso que emite su fuerza.

Y si llegase la lluvia, que prepare sus oídos para escuchar el hermoso sonido de las gotas al caer, que las sienta al recorrer su cuerpo, y que disfrute el aroma de la tierra siendo mojada; mientras agradece al universo por darle ese regalo a todo ser viviente y a ella misma.

Hasta la llegada del tan ansiado arco iris, para inundarse de sus perfectos colores. siempre positiva, en total conciencia de la vida y sin frenar al niño que le mostró el camino.

Fotografía: «El niño que me mostró el camino de vuelta»

por: Olivia Belem Olivas Osti

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