Seguramente el sol no sabía que sería la última vez que calentaría los huesos de Gerardo, o quizá sí, ¿quién puede asegurar lo contrario?. Desde su atalaya celeste vio aparecer en su vieja bicicleta a nuestro héroe, con sus casi 60 años a la espalda, manos callosas como las que da el oficio de albañil, mirada apagada por tanta sed y tanto pesar. Cinco hijos, producto cada uno del desahogo de tanta humillación, de tanta hambre, costumbre de olvidar con el sexo lo que hace mella en la cabeza. único consuelo de los pobres, el calor de la carne.

La bicicleta marca Monarc, marco de hierro, casi tan vieja como el dueño, pintada a brocha en color plata por el dueño mismo. usada los últimos 30 años como único medio de trasporte y viaje. Una gorra desgastada con una marca en su frontis, Pinturas Almar. Una talega de tela para echar los pocos víveres que calmarán de mala manera hambre y sed durante este día de octubre. Lo acompañan como siempre los pensamientos sobre las deudas y el hogar, pensamientos sombríos sobre el nieto enfermo y el hijo medio maricón que no quiso trabajar nunca.

serpentea cada calle, baja confiado cada cuadra que lo separa de su sitio de trabajo, es un ritual de freno y pedaleo, de acomodar el cuerpo para ganar velocidad y de aguzar los sentidos para interpretar las señales del camino. Nada diferente pasa aún en el día de Gerardo. Son casi las siete de la mañana y el sol ha tomado posición sobre los cerros de la ciudad que entre bruma y humo va despertando al bullicio de cada día. Nuestro hombre va llegando al la parte mas llana de valle, de allí a su sitio de llegada lo separan apenas cuatro kilómetros, Distancia que mide el valle de ancho. Cuatro mil metros lo alejan de la muerte.

Hernán no desayunó esta madrugada, su turno de salida era a las cuatro de la mañana. Maneja un autobús marca GMC modelo que se pierde entre los setenta y los ochenta. Dice Hernán que a él, el bocado no le entra tan temprano, que esperará hasta las siete u ocho de la mañana, después de hacer dos o tres viajes desde la periferia hasta el centro de la ciudad. El sol va dando luz a la pintura del autobús, colores rojos azules y blancos dan información sobre la empresa para la que trabaja.

Entre acelerar, frenar, arrancar, frenar, cobrar el pasaje y dar las vueltas, Hernán no tiene tiempo de pensar, hace cálculos sobre cuántos pasajeros debe movilizar para recoger el dinero para pagar los servicios de agua y energía eléctrica, más de 400. El sol no sabe que será también el último día de Hernán, ¿o sí?. También en cada parada obligada, semáforo en rojo, nuesro héroe se pone pensar ¿qué le pasará a su hija de 16 años?, semáforo en verde y de nuevo arrancar dejando los pensamientos para otro semáforo.

Ya casi Gerardo recorre los cuatro kilómetros hasta su trabajo. Las piernas de tanto pedalear ya acostumbradas al recorrido, no le reclaman descanso. Olvidó dejar algunos pesos para que Blanca, su mujer, comprara algo con qué hacer un caldo. El sol le hace sudar la frente y las axilas. El humo de los carros le roba el aliento.

El autobús tiene algunas cosas por reparar, nada importante, dice su dueño, Jesús Pérez. Ya desde hace días el conductor ha conversado con Jesús sobre lo que necesita el carro. Pero Chucho, como se conoce a Jesús, ha desestimado esas palabras, piensa que son resabios de Hernán.

Son casi las ocho de la mañana, como de costumbre Gerardo llegará a tiempo. Se tomará un café e iniciará su labor, el «corte» como llaman los albañiles a su trabajo diario. En ese momento inicial, saludará, se cambiará de ropa, pondrá a buen recaudo la «plateada» y comenzará su jornada. en nada de esto piensa Gerardo en su últimos pedaleos e instantes de vida.

Son casi las ocho de la mañana, Hernán apura el café, su turno inicia recorrido a esa hora en punto, perder su salida es perder dos horas de trabajo mientras salen los demás autobuses hasta su nuevo turno. y perder el turno es no alcanzar los 400 pasajeros que necesita.

Gerardo llega a la construcción. se seca la frente con el mismo pañuelo de todos los días. Pide su café, saluda.

Hernán pone en marcha su autobus, un poco apurado por la premura de su tiempo, tomará el descenso que le ahorre camino para salir de ese barrio y recuperar el tiempo del café.

Gerardo, encadena la bicicleta a un árbol, escucha un grito, se da vuelta para ver como un autobús lo embiste.

Hernán no sabe qué pasó, de repente el pedal del freno no responde, tira de la palanca de emergencia haciendo girar el autobús hacia la construcción, ve al hombre y la bicicleta, cierra los ojos, sale despedido por el parabrisas.

Ya no importa el dinero para el caldo, ni el nieto enfermo, ni el hijo maricón…

Ya no importa el dinero de los servicio públicos de agua y energía eléctrica, ni la hija acongojada…

los dos alcanzan a ver el sol que les llena la cara de luz, antes que a sus ojos los cierre por ultima vez la sangre.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS