Anciano paseando por un parque

Anciano paseando por un parque

En el parque, las hojas secas claman bajo sus pies mientras camina apoyado en el bastón. Cuando era un crío callejero, recuerda que le encantaba escuchar esa leve estampida de traca al pisarlas a cámara lenta. Se sienta en un banco desocupado para recuperar el hálito. El bosquecillo a su espalda exhala almizcle de madera vieja, de madera que implora lluvia.

Unos metros más allá, en una zona de juegos infantil, unos niños pian jubilosos como pajarillos insensatos. Los observa deslizarse por el tobogán con gritos de flamante entusiasmo, columpiarse como si quisieran salir propulsados hacia el espacio exterior, caminar como intrépidos exploradores en artefactos de inestables senderos de cuerda. ¡Qué griterío! ¡Cuánta vida nueva concentrada en tan reducido espacio!, piensa.

Algunas madres espolvoreadas por allí comadrean con un ojo puesto en sus efervescentes hijos, mecen sus carritos de bebé o acompañan de la mano a los patosos rorros en sus primeros pasos. Se las ve distendidas y felices en ese pequeño mundo seguro y ajeno al caos de la vida.

Cierra los ojos. Siente cómo el sol manso del invierno entibia la sangre añosa en su rostro. Aspira olores. Huele a bocadillo de mantequilla y chorizo, a sudor de criatura, a perfume lejano de mujer joven, a leche materna.

Los abre de nuevo. Toda la fatiga de los años se concentran en su mirada, en el iris triste que contempla esa escena de engañosa armonía. Siente que ya no vive, que solo permanece vacío en la tarde. Se siente deshabitado.

Apoyándose en el bastón se inclina y consigue coger con la punta de los dedos una hoja muerta del suelo. La examina atentamente. Observa su piel apergaminada, sus venas quebradizas, las manchas del tiempo. Sitúa la hoja junto a su mano extendida. Se parecen mucho, concluye.

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