Pensó una vez más que la manera más fácil de viajar en el tiempo era a través de los olores. Poco o nada sabía una niña de catorce años de la magdalena de Proust. La descubriría después, con el regusto amargo a derrota que le dejaba el ser consciente de que sus ideas no eran únicas, y el vértigo al pensar la cantidad de gente que pensaría, habría pensado o pensaba lo mismo que ella.

No obstante, ese miércoles cualquiera, mientras remontaba la cuesta que la llevaba de vuelta a casa después de seis horas largas y pegajosas de senos, cosenos, vectores, oraciones subordinadas y sexenios democráticos, olió los pimientos asados que alguna vecina había preparado (tristemente, en esa pequeña parte del mundo eran las vecinas las que cocinaban: vecinas mayores, acostumbradas a una vida de servilismo y de pasar siempre por detrás o por debajo del resto de la casa). Estaba de mal humor. Dio una patada a la revista de supermercado que alguien había decidido tirar, en mitad de su lectura, al suelo. La calle estaba jalonada por los naufragios de esos pequeños gestos y actividades cotidianas: un papel de chicle en aquella esquina, un pañuelo usado en la otra, más allá, un jersey (¿un jersey?, ¿a quién se le habrá caído un jersey? Está comido de mierda, lo habrán dejado tirado a conciencia. Qué guarra es la gente). El barrio tenía ese aire de los barrios de pueblo que no terminan de casar en las ciudades. Como si el resto del mundo hubiera continuado avanzando pero el núcleo duro, la verdadera esencia, se mantuviera inmutable.

Formaba parte de su rutina, su paisaje cotidiano: las casas pequeñas, de planta baja, a lo sumo dos; algunos pisos salpicados entre ambas aceras, mudos testigos de aquella burbuja en la que la gente empezó a construir sus sueños a golpe de martillo y cemento. Era parte de su rutina, también, imaginar que algún día saldría de ese macetero que se le antojaba demasiado pequeño. Que dejaría de ver el asfaltado irregular (¡mierda!, otro puto bache… ¿El ayuntamiento en qué se estará gastando el dinero? Esto con [inserte nombre de partido político aquí] no pasaba), las aceras estrechas (Hay que ver, el gilipollas del coche. Espérate, que ya me quito. ¿No ves que por la acera no se puede ni andar?), las mierdas de perro, los árboles raquíticos, la tienda del barrio con su deprimente cartel de hacía cien años («ultramarinos», pero qué coño es eso). Que dejaría de escuchar el ruido de la vida de las familias de clase media tirando para baja del sur de España, donde el silencio solo sobreviene cuando algo muy grave pasa. Sí… algún día pillaría puerta y no la verían nada más que en vacaciones, cuando volviera nostálgica de cualquier otra remota parte del mundo.

– ¡Luci!, ¡Luci! Espérame, que no llevo las llaves – desde el fondo de la calle, una niña más pequeña que ella corría agarrando las asas de su mochila. Qué antiestético resulta correr con una mochila a cuestas. Llegó jadeando a su altura. – Que no nos dejaba salir el de mates. Dicen que es el peor profesor del instituto y que suspende a todo el mundo. Tengo que ponerme las pilas. ¿Qué te pasa? ¿Qué habrá hecho mamá de comer? Espero que no sea comida de la abuela.

Sintió una mano más pequeña buscando la suya y agarrándosela con fuerza. Y la calle, con su olor a pimientos asados y sus sombras, empezó a tener un poquito más de luz.


Si pudiésemos ir a cámara rápida en la vida real, desfilaría ante nuestros ojos, más o menos, la misma imagen. Tomando un punto que nos permitiera tener siempre la misma perspectiva de la calle (pongamos, por qué no, el parque que corona la cuesta, ese que huele a pis de perro) veríamos bajar coches a un ritmo moderado, constante: el butanero, la furgoneta de la panadería de al lado, el camión de la basura… En fin, lo normal. También veríamos un reguero de gente – andando de manera vertiginosa, recordemos que estamos viviendo a cámara rápida – de todo tipo: niños y adolescentes yendo y viniendo a su penitenciaría diaria, perros que pasean a sus señoras mayores, madres y padres de familia cargados de hijos y de ganas de llegar a casa, jóvenes de vida disoluta que pasan las horas entre hacer poco y hacer nada, un par de turistas con cara de no entender dónde se encuentran (sí, definitivamente tienen que andar perdidos, pobres). En fin, lo común.

Quizá viéramos a la chica del principio, más mayor. Lleva los ojos un poco menos cargados de sueños, la espalda un poco más encorvada de realidad. La veríamos de manera intermitente, cuatro o cinco veces al año; algo más, si es verano. Sus pasos la han llevado algunos kilómetros más al norte, en un rincón del mundo que le gusta aún menos que esta calle ingrata. Si fuéramos avezados observadores, nos daríamos cuenta de que la más pequeña, que corría con mochilas cada vez más grandes y con sueños cada vez más cercanos, no ha vuelto a pisar la calle. Si fuéramos observadores curiosos, podríamos preguntarnos por qué. Pero creedme, esa es una pregunta que no tiene respuesta. Y hay cosas que, simplemente, es mejor no saber.

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