Sentada en el escritorio, las teclas se sacuden indistintamente desde mi mirada arremolinada delante de la pantalla.

Los dedos caminan entre distintos caracteres haciendo de mis actitudes una caja de Pandora a punto de ser descubierta.

Rasco mi sien para no distraerme de la dinámica abrasadora de lo que debo dejar registrado antes de terminar la jornada.

La jornada arrasa las horas que se vuelven lentas e inesperadas ante la remota posibilidad de cerrar e irnos más temprano porque afuera, afuera los panoramas se revelan atractivos y aventureros.

Mientras, el sonido de las teclas no termina. Continúa su torbellina presencia delante de mis ojos, sin causar innecesarias palabras; destapándose en medio de los espacios en blanco.

La jornada avanza, avanzan las horas, y los momentos que se destinan a compartir pasan a segundo plano: no distraerse es parte de la consigna, desanudar lazos para que la fuente dé paso firme al pensamiento alimenta esta idea y no debemos distraer nuestra visión hacia este principio.

Pasada las horas, la jornada está a punto de expirar… Alivio, desenfreno.

Ordeno mi espacio; bordeo mis asuntos y canalizo mis últimos suspiros de la tarde.

La silla baila, los pies se afirman, la cartera calza con mi expresión para desembolsar los últimos parabienes de la tarde que se marcha.

«Hasta mañana» suena calzando con el paso firme hacia la mampara.

La puerta abre y cierra, el silencio otorga. «Hasta mañana» suena a un confortable deseo de intercambiar pensamientos y miradas que no confundan ni embaracen.

La puerta cierra tras de sí, con el eco de un «hasta mañana esperanzador».

Ordeno mis ideas; doy paso a mis asuntos y canalizo mi deseo de hacer de la tarde, un paseo por el parque, un encuentro amigable, un «buenas noches… ya llegué».

Llegué a casa a vivir libremente.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS