En una fría noche de invierno, en pleno centro de Nueva York, un joven busca refugio en una cafetería. Las calles están decoradas con luces de todos los colores, envidiadas por las estrellas. El suelo se ha convertido en una alfombra blanca y blanda.
Los copos de nieve caen sin cesar, lentamente. La Navidad ha llegado.
El joven muchacho encuentra una cafetería en Times Square y decide entrar.
Se sienta en una de las mesas libres y abre su bandolera. Coge su portátil y se dispone a escribir. El espíritu navideño le inspira.
Una camarera se acerca a tomarle nota. Pide un chocolate caliente y se pone los auriculares. Spotify reproduce «Numbers» de Daughter.
La camarera le trae el chocolate caliente y le da un sorbo. Agradece el dulce calor atravesando su garganta, hace demasiado frío fuera.
Comienza a escribir, parece inspirado. Pero al cabo de un tiempo y con la misma canción terminando, se bloquea.
No sabe como continuar su historia. Aparta los ojos del ordenador y la canción comienza de nuevo. Se fija en una chica rubia que hay frente a él.
Está leyendo un libro, las ondas doradas caen por sus hombros.
La observa, no para de mirarla. No entiende porque le atrae.
La chica levanta la mirada y le mira. Sonríe. Tiene los ojos azules, tan profundos como el mar y el cielo.
El chico se ruboriza y baja la mirada.
Le da otro sorbo al chocolate.
Mira por la ventana y sin saber muy bien porqué, quizá sea por culpa de la música o del hipnótico caer de los copos, comienza a imaginar. Se deja llevar, y por unos momentos, deja de estar en este mundo para adentrarse en el suyo.
Imagina gran cantidad de escenas, como una película, dónde está con ella. Dónde ella es la protagonista.
Todas pasan deprisa, como fotogramas, una detrás de otra, ambientadas en diferentes lugares.
Una playa, atardeciendo, abrazados con una manta echada por los hombros. La suave brisa, acariciando sus caras.
Un coche, recorriendo una carretera vacía, ella con los brazos estirados, intentando alcanzar el cielo con un pañuelo.
Una cama, con caricias y besos escondidos, con lunares en vez de planetas y sonrisas como destino.
Un día de lluvia, las gotas cayendo lentamente en sus cuerpos, la tormenta perfecta. La paz.
Cuando la canción acaba, se termina el chocolate, que ya está templado y cierra el ordenador. Paga la cuenta y comienza a recoger. En ese momento se da cuenta de que la chica rubia no está.
Cuando sale a la fría calle, la ve. Está en un paso de cebra, el semáforo está en rojo.
El corazón se acelera, nota como la sangre palpita, nota los latidos por todo su cuerpo… ¿Se ha enamorado? No, no puede ser. No puede enamorarse de recuerdos inexistentes, creados por su imaginación. No puede, no la conoce.
La chica está mirando el móvil, de pronto suena el pitido del semáforo, ya puede cruzar.
Pero un coche no ha podido frenar a tiempo y viene bastante rápido. La chica se da cuenta demasiado tarde. El coche está lo suficientemente cerca de ella.
En ese momento, el mundo se paraliza. Los copos se mantienen en el aire como si no hubiese gravedad, nadie ni nada se mueve, no se oyen ruidos de coches ni del bullicio de la gente. El mundo ha dejado de rotar.
El tiempo transcurre con mucha lentitud, demasiada.
El chico se abalanza sobre ella, empujándola fuera de la carretera. Todo vuelve a su tiempo, el mundo vuelve a rotar.
Él la mira. Ella le mira. Ambos sonríen. Y a pesar de tener a un grupo de gente a su alrededor, preocupada, solo son capaces de verse el uno al otro. Saben que no va a ser la primera vez que se vean.

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