La frágil silueta marchaba apoyada en su bastón. La cojera que arrastraba, desde hacía años, le mordía la cadera cada vez con más rabia y el dolor aumentaba día a día.

Era muy conocido en la zona aunque pocos lo apreciaban realmente. Para algunos era Alfonso, para la mayoría Alfonsito y para nadie don Alfonso.

La calle, fría y solitaria a esas horas de la noche, permitía como único refugio aquel bar donde muchos, después del trabajo, despejaban las mentes con un poco de alcohol y una trascendental charla, de las que arreglan el mundo, antes de volver a casa. Aunque ya era tarde seguro que habría algún conocido con el que beberse su soledad.

Paso a paso, se iba acercando al cartel luminoso que señalaba la entrada. Cuando llegó, el murmullo, que había empezado a oír al doblar la esquina, había crecido hasta convertirse en un estridente bullicio.

A su espalda se cerró la puerta y, con una siniestra sincronía, todas las caras se volvieron, mirándole. Balbuceó un saludo y, sin recibir respuesta, se acercó al mostrador.

El camarero, el único que pareció alegrarse de verlo, le sirvió un vaso de cerveza, rebosante de espuma, que dejó frente a él con un suave golpe, derramando parte del líquido sobre la superficie de mármol.

Varios hombres de avanzada edad se habían dispersado a lo largo de la barra, como si estuviesen enfadados entre sí. Bebían callados y taciturnos.

Tres jóvenes borrachos hablaban alrededor de una mesa que ocupaba el centro de la sala. Su charla, a gritos, sobre una sospechosa transacción económica en la que, por lo visto, no salían las cuentas, empezaba a ser violenta, especialmente entre dos de ellos.

Alfonsito se echó a un lado para dejar pasar a un ruidoso grupo de obreros que ya se iban, les seguía uno de los ancianos que también daba por terminada la jornada.

La trifulca se estaba poniendo seria y las voces subían de tono, en la forma y en el contenido. El camarero, sin éxito, intentaba cortar la mecha de aquel polvorín.

Uno de los otros dos viejos que quedaban se fue, renegando entre dientes. El otro, Juan, un octogenario muy popular por aquellos lares, se colocó a su lado. Sin mirarle le dijo:

  • – Estos se van a liar a tortas.
  • – A ver si se matan- contestó sin mucho entusiasmo.
  • – ¿Otra cerveza?
  • – Vamos a echarla.

Y el polvorín explotó. Dos de los chicos empezaron a pegarse y rodaron por el suelo arrastrando la mesa en su caída. Los vasos se estrellaron contra el piso estrepitosamente.

El más fuerte quedó encima, con las manos alrededor del cuello de su compinche, estrangulándolo. El tercero lo jaleaba.

La cara del que estaba debajo se volvió alarmantemente morada y Juan, el abuelo, se acercó para separarlos. En cuanto tocó al agresor, que no aflojaba su furia, recibió un codazo de este que le rompió la nariz. El fornido joven soltó a su presa y, encarándose al anciano, lo golpeó varias veces, en el rostro. Y retomó su pelea.

– ¡Hombre, por favor! – exclamó Alfonso.

  • – Calla viejo, a ver si vas a cobrar tú también- dijo el energúmeno sin mostrar remordimiento. Desafiante.

Alfonso acudió a socorrer a su eventual camarada y, con gran dificultad, se agachó para atenderlo. La cadera le dolía mucho.

El camarero, cargando con su incapacidad para lidiar con aquello, también ayudaba al pobre Juan que, allí tirado, con la sangre cubriéndole el semblante, lloraba dolorido. Unos hinchados moratones deformaban sus rasgos faciales.

Mientras, en la reyerta, el rival más débil se había rendido y, con sorna, mostrando sumisión al vencedor, se volvió hacia Alfonso llevándose el dedo índice a la boca indicándole silencio. Rieron la burla estrepitosamente y volvieron a lo suyo. Como si nada hubiera pasado, como si Juan no estuviese herido, como si la impunidad fuese un derecho de la maldad.

Alfonsito se incorporó. Aferrado a su bastón se acercó al grupo de jóvenes que, seguros de su poder, charlaban jocosamente, descuidadamente. Comentando la jugada.

Cuando los tuvo a su alcance ya no le dolía la cadera, ni le pesaban los años. Le hervía la sangre.

El primer golpe sonó fuerte y seco, como un crujido. Agarrando el bastón con las dos manos, aporreaba al individuo más fuerte del grupo en la cabeza, una y otra vez, con toda su ira.

La reacción de los demás fue tardía por la sorpresa y el alcohol que habían bebido.

El primero que pasó a la acción intentó parar al anciano gritándole y empujándole. El gesto animó al otro que se unió al contraataque.

Alfonso respondió. Con una agilidad impropia de su edad descargó un bastonazo contra la cara del tipo y sonó otro crujido, con mucha sangre. Arrodillado y con las manos cubriéndose el rostro quedó fuera de combate.

Apuntó al otro, que venía detrás, y le atizó de lleno, en la cabeza, a la altura de la sien, dejándolo tumbado en el suelo, convulsionando como un poseso.

Ya sin resistencia, Alfonsito llegó a la altura del que estaba de rodillas tapándose la cara,
gimoteando y sangrando. Preparó el golpe levantando su garrote, sin prisas, como si de una partida de golf se tratara. Cuando se sintió listo lanzó un trallazo que impactó en el cráneo de aquel desgraciado, salpicando de sangre gran parte del salón.

Alfonso, con los ojos muy abiertos, dirigió su atención al que yacía, temblando, sobre un charco de sangre. Con la cabeza abierta, se moría dando sacudidas. Avanzó hacia él y comenzó a apalearlo. Ejecutaba una macabra danza, balanceando su cintura a cada golpe, acompañándose rítmicamente de aquel ruido infernal que producía cada vez que estrellaba el garrote contra su víctima.

La cara, roja, parecía que iba a estallar y la boca, entreabierta, babeaba una espuma blanca que le resbalaba por las comisuras. Por fin paró.

El camarero lo cogió del brazo, suavemente.

  • – Vámonos don Alfonso. Déjeme que le ayude.

Y lo guió a la calle.

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